Hoy ha sido mi cumpleaños, y nunca imaginé que terminaría así.
Vivo en un pueblo tranquilo de Andalucía, donde las casas de ladrillo guardan décadas de historias familiares. Yo, Lucía, cumplí cuarenta años hoy, un día que esperaba lleno de cariño y atención. En vez de eso, lo que recibí fue un silencio que me partió el alma.
Llevo años dedicándome por completo a mi marido, Javier, y a mis hijos, Adrián de 16 años y Hugo de 14. Quería que este día fuera especial, un nuevo comienzo. Me esforcé mucho: adelgacé unos kilos, renové mi armario y hasta empecé clases de pintura para sentirme viva otra vez. Soñaba con una cena en familia, con risas, algún detalle… aunque fuera pequeño.
Pero el día amaneció igual que cualquier otro. Javier salió corriendo al trabajo con un simple «Hasta luego». Los niños ni siquiera levantaron la vista de sus móviles. Pasé la mañana haciendo labores, preparando una tarta de chocolate y poniendo la mesa con ilusión. Quizás, pensé, están planeando una sorpresa. Pero con cada hora que pasaba, el nudo en mi garganta crecía.
Al mediodía, probé suerte con Adrián: «¿Sabes qué día es hoy, verdad?». Él asintió sin interés y siguió jugando en el teléfono. Hugo ni se inmutó. Javier llamó para hablar de facturas y proyectos, pero ni una palabra sobre mi cumpleaños. Aun así, me aferré a la esperanza: seguro que por la noche, cuando estemos todos juntos…
Decoré el salón con guirnaldas y me puse el vestido nuevo. Al llegar, Javier miró la mesa y preguntó: «¿Viene alguien a cenar?». Me quedé helada. «Javier, hoy cumplo cuarenta», le dije, conteniendo las lágrimas. Él se golpeó la frente. «¡Ay, perdona, Lucía! Se me ha ido el día con el lío del trabajo». Sus disculpas sonaron vacías. Los niños murmuraron un «Feliz cumple» entre dientes y siguieron en sus mundos. Ni un abrazo, ni un ramo de flores… Nada.
Me senté frente a la tarta, sintiendo cómo cada pedazo de mi corazón se rompía. Les di mis mejores años, mis sueños, mi tiempo… Y ni siquiera recordaron la fecha. Me encerré en el dormitorio y dejé salir todo el dolor. ¿Por qué me siento tan sola en mi propia casa?
Pero lo peor aún estaba por llegar. Al rato, sonó el timbre. Era una mujer desconocida. «Soy Marta, del trabajo de Javier—dijo—. Se le olvidaron unos informes». Al verme, añadió: «Ah, felicidades, por cierto. Javier comentó que cumplías años, pero que no haríais nada…».
El suelo desapareció bajo mis pies. No fue un descuido. Él lo sabía y decidió que no merecía la pena. Lo habló con otros, pero no conmigo.
Cuando cerró la puerta, volví al salón. Javier veía el fútbol; los niños reían con un video. «¿Por qué le dijiste a tu compañera que no celebrábamos nada?», pregunté, temblando. Él encogió los hombros. «Lucía, no es para tanto. Ya lo hacemos otro día».
Esa indiferencia fue el golpe final. Grité: «¡Es mi cumpleaños! ¡Esperaba algo, aunque fuera un gesto!». Los niños bajaron la mirada. Javier solo suspiró: «Bueno, mañana lo hablamos».
Ahora estoy aquí, escribiendo esto con los ojos hinchados. Mi familia, mi razón de ser, me hizo invisible. Hasta la vecina, al enterarse, me dijo: «Lucía, tómate un día para ti, te lo mereces». Pero sus palabras no alivian el vacío.
Hoy debería haber sido un nuevo comienzo. En vez de eso, entendí algo doloroso: a veces, ni siquiera los tuyos ven lo que das. Y si ellos no me valoran… tendré que aprender a hacerlo yo misma.