**Diario de un hombre**
Esta mañana comenzó de la peor manera. Aún tenía los ojos cerrados cuando noté cómo las sábanas se deslizaban lentamente sobre mi cuerpo, dejándome al descubierto. Un escalofrío me recorrió la piel al oír una risita familiar. Entreabrí un ojo y vi a mi suegra, Carmen Martínez, escabulléndose de nuestra habitación con una sonrisa pícara. «¿Carmen, qué haces?», grité, pero ya había cerrado la puerta, dejando solo el eco de su risa. Mi esposa, Lucía, murmuró algo entre dientes y se arrebujó en las sábanas, sin enterarse de nada. Yo me quedé mirando al techo, preguntándome cómo reaccionar ante otra de las «bromas» de mi suegra.
Llevamos apenas un año de casados y aún vivimos en casa de sus padres. Es temporal, hasta que ahorremos para un piso, pero empiezo a dudar de que aguante esta convivencia. Carmen es una mujer cariñosa y llena de energía, pero su idea del humor a veces me pone en situaciones incómodas. Lo de hoy no es más que un ejemplo de los muchos sustos que me ha dado desde que llegué.
Todo empezó antes de la boda. Cuando Lucía me presentó a sus padres, Carmen me abrazó como si fuera su propio hijo y dijo que ya éramos familia. Me emocionó su calidez, pero pronto descubrí que para ella las fronteras personales no existen. Entraba en nuestro cuarto sin llamar, reorganizaba mis cosas sin preguntar, incluso una vez la pillé revisando mi armario, opinando sobre qué camisas me favorecían. Intenté tomármelo con paciencia—al fin y al cabo, es su casa—, pero lo de esta mañana fue el colmo.
Me levanté, me puse la bata y fui a la cocina, donde Carmen ya preparaba el desayuno, tarareando como si nada. «Buenos días, cariño—dijo al verme—. Menos mal que os despertáis, ¡que si no os quedáis dormidos toda la mañana!». Volvió a reír, señalando claramente su «broma». Forcé una sonrisa. «Buenos días, Carmen. Pero, oye, prefiero despertarme sin sobresaltos». Ella me miró, divertida. «¡Ay, no seas tan serio! ¿No ves que es una broma? ¡Hay que animar a los jóvenes!».
Me senté a la mesa, intentando calmarme. En el fondo, sabía que no lo hacía por maldad. Para ella, estas tonterías son su forma de demostrar cariño. Pero yo crecí en una familia donde el espacio personal era sagrado. Mi madre, Isabel, siempre llamaba antes de entrar y me enseñó a respetar los límites. Aquí, en cambio, parece que no hay privacidad. Y lo peor es que Lucía no le da importancia. Cuando le conté lo ocurrido, se rió. «Es solo su manera de ser—dijo—. No le des más vueltas». Pero a mí no me hace gracia. Quiero sentirme cómodo en mi propia casa, aunque sea prestada.
Decidí hablar con Carmen con franqueza. Después del desayuno, cuando Lucía salió a trabajar, la invité a un café en el salón. Empecé agradeciéndole su cariño y su hogar, y luego, con cuidado, solté: «Carmen, valoro mucho cómo me has acogido, pero… hay cosas que me incomodan. Como lo de esta mañana, o entrar sin llamar. Para mí es raro». Temí herirla, pero para mi sorpresa, asintió pensativa. «Cielo, no sabía que te molestaba—respondió—. En esta casa siempre hemos sido así, pero si prefieres más espacio, lo tendré en cuenta». Sonrió, y me alivió ver que lo entendía.
Tal vez las cosas mejoren. Sé que Carmen no cambiará del todo—es su forma de ser—, pero al menos hablé claro. También hablaré con Lucía, para que me apoye en esto. Al fin y al cabo, somos una familia, y todos merecemos sentirnos cómodos. Ojalá pronto tengamos nuestro piso, y estas anécdotas queden en el pasado. Mientras tanto, aprendo a ser paciente… y a reírme, aunque a veces me cueste. Porque, la verdad, que te quiten las sábanas no tiene mucha gracia.
**Lección del día**: Hay que hablar las cosas, pero con tacto. Las diferencias no son malas si ambas partes escuchan. Y, sobre todo, nunca subestimes el poder de un buen café para suavizar una conversación difícil.