Mi hijo me rogó que nos mudáramos a la casa de campo, pero me negué.

El aire olía a azahar y el sol de Andalucía bañaba las calles empedradas de aquel pueblo blanco donde vivía. Todo cambió cuando mi hijo, Javier, me hizo una petición que me partió el alma. Yo, Lucía, siempre había dado lo mejor a mi hijo menor, pero su propuesta sembró una grieta entre nosotros.

No aprobaba que Javier se casara tan joven. No era que me disgustara su novia, Marta, pero con solo 26 años apenas comenzaba su carrera. Acababa de conseguir un buen empleo, y ya juraba que podía mantener un hogar. Javier nunca supo esperar—su temperamento ardiente siempre lo dominaba. Se casaron hace medio año y alquilaron un piso en el centro de Sevilla, pero pronto chocaron con la realidad: el alquiler devoraba más de la mitad de sus ingresos.

Decidieron ahorrar para una casa propia, un sueño noble pero difícil. Y entonces, un día, apareció Javier con una idea que me heló la sangre.

—Mamá, hemos pensado cómo ahorrar más rápido—dijo, clavándome la mirada—. ¿Por qué no te mudas a la casita de campo? Marta y yo podríamos vivir aquí, en tu piso. Así ahorramos el alquiler y juntamos el depósito para la hipoteca.

Me quedé muda. La casita, en las afueras del pueblo, era apenas un refugio, sin más que lo básico. Pero él siguió, como si no notara mi shock:

—Tiene agua, luz, todo lo necesario. ¡Mamá, piénsalo! En cuanto tengamos el dinero, vuelves. ¡Será solo un tiempo!

Sus palabras sonaron a traición. Lo miré, ese niño al que crié sola, privándome de todo para que no le faltara nada, y no podía creer que me pidiera sacrificar mi vida por su comodidad. No necesité mucho para decidir, pero me di una noche para calmarme.

Conocía a mi hijo. Si se instalaba en mi piso, su urgencia por ahorrar se esfumaría. ¿Para qué esforzarse si ya tenía techo? Javier era de los que se acostumbran rápido a lo fácil. Si abandonaba el sacrificio, se quedaría allí para siempre, y yo, en una casita fría, lejos de todo.

Además, no iba a renunciar a mi rutina. Aún trabajaba, y el viaje desde la sierra me robaba horas. La casita no era para vivir, sino para pasar fines de semana. En invierno, apenas se podía llegar. ¿Por qué debía sufrir para que él evitara el esfuerzo? No era ayuda, era un error.

Al día siguiente, los llamé. Mi voz temblaba, pero no cedí.

—No me mudaré a la casita—dije—. No se habla más. Pero puedo ayudaros económicamente para que sigáis alquilando y ahorrando.

Javier palideció. Sus ojos, antes cálidos, brillaron de rabia. Marta callaba, mirando al suelo.

—Sólo piensas en ti—espetó él—. No es para siempre, ¡pero ni siquiera quieres ayudarnos!

—¿Ayudaros?—repliqué, sintiendo el nudo en la garganta—. Toda mi vida ha sido para ti, Javier. ¿Y ahora quieres que renuncie a todo por tu beneficio? No es justo.

Se marcharon en silencio. Desde entonces, nuestro vínculo se enfrió como el cierzo en enero. Dejaron de llamar, y si yo lo intentaba, respondían con frialdad, como si fuera una extraña. Me dolía el alma—había perdido a mi único hijo. Pero sabía que hice lo correcto.

No podía permitir que se estancara en la comodidad de mi piso, abandonando su meta. Y yo no iba a sacrificarme para que él evitara las dificultades. Mi vida también valía, y merecía mi hogar, mi tranquilidad. Javier me guarda rencor, pero sé que algún día entenderá que mi negativa no fue egoísmo, sino amor. Mientras, vivo con esta herida, esperando que el tiempo nos reconcilie.

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MagistrUm
Mi hijo me rogó que nos mudáramos a la casa de campo, pero me negué.