Mi marido se fue a la playa justo después de dar a luz. Y yo me quedé sola, con dolor, agotamiento y un bebé en brazos.
Antonio y yo somos una pareja joven. Nos casamos hace un año, en plena luna de miel, con sueños ingenuos y la certeza de que podríamos con todo. Yo acababa de cumplir diecinueve, él tenía veintiuno. Vivíamos como podíamos en un apartamento alquilado en Cádiz, ahorrando para el carrito y los bodies, contando los días hasta el parto y creyendo que el bebé nos uniría más, nos haría más fuertes. Pero todo salió al revés.
Hace una semana di a luz. Un pequeño bulto arrugado y cálido que llenó mi vida de noches en vela, miedos, biberones y llantos. Volví a casa con el niño en brazos, dolorida, sin poder sentarme, con las piernas temblorosas. Y al día siguiente, mi marido me soltó con toda tranquilidad:
—Mañana me voy a Cancún.
Al principio no lo entendí. Lo miré fijamente y pregunté:
—¿Adónde te vas?
—Es un chollo, me lo ha ofrecido Víctor del trabajo. Por cuatro duros, casi regalado. Había que aprovechar. He estado currando como un burro todo el año, necesito un poco de sol. Total, vosotros de momento solo dormís y coméis, estaréis bien sin mí.
Lo dijo con naturalidad, como si hablara de ir al supermercado. Y yo me quedé allí, meciendo al bebé, con la ropa postparto y los ojos llenos de desesperación. Ni siquiera me dio tiempo a procesar que ya lo había decidido todo. No me preguntó, no lo hablamos, solo me lo soltó.
—¿Y nosotros? —logré decir.
—Bueno, estáis en modo reposo. Solo serán siete días. Descanso un poco y vuelvo. No te preocupes, tú puedes.
Esas palabras me quemaban. No sabía cómo explicarle que no podía, que cada segundo luchaba contra el miedo—¿y si no respira?, ¿y si tiene fiebre?, ¿y si lo hago todo mal? Que me daba miedo despertarme en silencio y miedo quedarme dormida, porque estaba agotada pero el sueño no llegaba. Que solo quería que alguien me alcanzara un vaso de agua. Que me preguntara: «¿Cómo estás?» Que me abrazara.
Pero él se fue. Me mandó fotos desde la playa: ahí estaba en la tumbona con un mojito, el mar, las palmeras. Ni una palabra sobre el niño. Ni una pregunta: «¿Cómo estáis?, ¿necesitáis algo?»
Yo lloraba. En silencio, para no despertar al bebé. Mi madre me dijo:
—Alégrate de que esté allí. El mío se emborrachaba hasta perder el conocimiento en mis días más difíciles. Mejor en la playa que aquí tirado.
Mi amiga intentó animarme a su manera:
—Al menos no volviste sola del hospital. A mí no me recogió nadie. Tuve que irme en taxi, con las bolsas y el recién nacido. Tú por lo menos estás mejor.
Pero sus palabras no me aliviaban. No me sentía afortunada. Me sentía abandonada. No necesitaba un viaje, ni fotos del Caribe. Necesitaba su hombro. Su mano. Que estuviera ahí.
Y quizá algún día lo perdone. Pero olvidarlo… lo dudo. Porque en el momento más vulnerable, más duro y aterrador de mi vida, me dejó sola. Y él lo eligió.