Dicen que en la vejez se recogen los frutos de la vida. Unos cosechan amor y calor de los suyos, mientras otros solo sienten el viento frío al cerrarse la puerta en sus narices. Mi suegra, Dolores Martín, jamás fue una mujer cariñosa. Siempre se mantuvo recta, severa, como si el mundo entero le debiera algo. Sobre todo su único hijo. Y desde luego, yo, «esa fulana que le robó el hijo a su madre».
Hace muchos años, en mi segundo embarazo, cuando mi marido perdió el trabajo, no pudimos pagar la hipoteca. Pedimos refugio en la casa de Dolores, un amplio piso en Toledo heredado de su padre. Allí vivían ella, su hijo menor Adrián, y ahora nosotros con nuestros dos hijos pequeños. Esperábamos que fuese temporal. Pero pronto se convirtió en un infierno.
Dolores no perdía ocasión para reprocharnos. Los niños la molestaban, olían mal. Sus juguetes en el sofá le provocaban ataques de furia. La comida del bebé era «esa bazofia apestosa» que le llenaba la nevera. Yo callaba. Lo soportaba todo para no empeorar las cosas. Hasta que un día dijo sin rodeos:
—Ya está bien. Hagan las maletas. Lárguense. No aguanto más este circo.
Nos humilló. Casi no teníamos dinero tras vender nuestro piso y pagar deudas. Con lo justo compramos una casita en Consuegra, sin agua corriente ni baño. El retrete era un cobertizo al fondo del patio, y el agua se sacaba del pozo.
Poco a poco reconstruimos nuestra vida. Usamos el bono familiar y otro préstamo. Diez años después, entramos por fin en nuestra casa. No era un palacio, pero tenía ducha, calefacción, cocina nueva. Justo cuando lo peor parecía pasado, y decidimos tener un tercer hijo, el destino llamó a nuestra puerta. O mejor dicho, la suegra.
Oí chirriar la cancela. Allí estaba Dolores, con su abrigo, una maleta y la cara hinchada de llorar. Cuando mi marido abrió, se desplomó sobre él, sollozando como si aquel no fuese un hogar, sino su salvación.
La dejamos entrar. Mi marido llamó a Adrián, pero no contestó. Ella no se serenó hasta la noche.
Resulta que, tras echarnos, se dedicó a «reeducar» a su hijo menor. Susurraba que su hermano era un traidor y que yo había destruido la familia. Adrián se casó y se fue… pero no por mucho. La llevó a vivir con él y su esposa. Al principio, silencio. Luego nació su hijo. Dolores repitió el disco rayado: los olores, el ruido, la sopa fría. Pero su nuera no era yo. No estaba dispuesta a aguantar.
Poco a poco, la echaron de su habitación al sofá. Luego, con excusas, de allí también. Convirtieron su cuarto en el del niño. En la mesa, alguien ocupó su sitio. Y a sus quejas respondían: «Si no te gusta, vete».
—¿No has pensado en irte con Pablo? —le soltó Adrián una noche. El mismo que años atrás ayudó a echarnos.
Así la empacaron. Rápido. Silencio. Maleta, taxi, billete de tren. Al despedirse, Adrián añadió:
—No te daremos de baja. Cobra tu pensión de Madrid tranquila. Solo vive donde quieras, pero aquí no.
No pudimos negarle asilo. Hay espacio en esta casa. De momento, calla. Ni reproches, ni quejas. Solo nos mira, sobre todo a los niños, con una nostalgia muda y tardía.
Quizá la vejez ablanda el carácter. O tal vez es solo miedo a quedarse sola. Sea como sea, yo guardo silencio. Pero sé una cosa: no echaré a nadie. Ni siquiera a ella. Ni a quien una vez nos borró de su vida.