Mi hijo me suplicó que me mudara a la casita de campo, pero me negué.
En un pueblito acogedor al sur de Sierra Nevada, donde las casas de ladrillo antiguo se mezclan con callejuelas llenas de árboles, mi vida dio un vuelco por la petición de mi hijo, que me partió el alma. Yo, Carmen, siempre intenté darle lo mejor a mi hijo pequeño, Javier, pero su última idea nos puso ante una decisión que dividió a la familia.
Estaba en contra de que Javier se casara tan pronto. No es que su novia, Lucía, me cayera mal, pero con 27 años apenas empezaba a labrarse un futuro. Acababa de encontrar un trabajo decente, pero ya aseguraba con pasión que podía mantener una familia. Javier nunca supo esperar, su carácter impulsivo siempre ganaba. Hace medio año se casó con Lucía y alquilaron un piso en el centro de Granada. Pero pronto chocaron con la realidad: el alquiler se llevaba más de la mitad de sus ingresos.
Javier y Lucía decidieron ahorrar para una casa propia. Soñaban con juntar lo suficiente para la entrada de una hipoteca, un objetivo loable pero complicado. Y entonces, un día, mi hijo vino con una conversación que me dejó helada.
—Mamá, Lucía y yo hemos pensado cómo ahorrar más rápido— empezó, mirándome fijamente—. ¿Por qué no te mudas tú a la casita del pueblo? Así nosotros podemos vivir en tu piso. Ahorraríamos en alquiler y juntaríamos antes el dinero.
Me quedé inmóvil, sin creer lo que oía. La casita de la que hablaba era un refugio diminuto a las afueras, con lo justo para pasar unos días. Javier siguió, como si no notara mi shock:
—Tiene agua, luz, lo básico. ¡Vamos, mamá, piénsalo! En cuanto tengamos la entrada, vuelves. ¡Solo será un tiempo!
Sus palabras sonaban a traición. Lo miraba, al hijo que crié sola, privándome de todo para que a él no le faltara nada, y no podía creer que me pidiera renunciar a mi comodidad por su sueño. No necesité pensarlo mucho, pero me di una noche para calmarme.
Conocía a mi hijo. Si él y Lucía se mudaban a mi piso, su empeño por ahorrar se desvanecería. ¿Para qué esforzarse si ya tenían un techo cómodo? Javier es de los que se acostumbran rápido a lo fácil. En cuanto saliera de la incomodidad, dejaría de luchar. Se quedarían en mi casa, y yo me vería atrapada en esa casita fría, lejos de todo.
Además, no estaba dispuesta a renunciar a mi vida. Sigo trabajando, y el trayecto desde el pueblo me robaría horas. La casita no es para vivir, es para desconectar. No tiene buena calefacción, y en invierno es una odisea llegar. ¿Por qué debía sacrificarme para que él dejara de esforzarse? No sería ayuda, sería un mal favor.
Al día siguiente, llamé a Javier y Lucía para zanjar el tema. Mi voz temblaba, pero me mantuve firme.
—No me mudaré a la casita. No es negociable. Pero puedo ayudaros con dinero para que sigáis alquilando y ahorrando.
Javier palideció. Sus ojos, siempre cálidos, brillaban de resentimiento. Lucía callaba, mirando al suelo.
—Solo piensas en ti— soltó él—. No te pedimos para siempre, ¡pero ni siquiera quieres echarnos una mano!
—¿Echaros una mano?— repetí, con un nudo en la garganta—. Toda la vida te he ayudado, Javier. ¿Y ahora quieres que abandone mi vida por tus planes? No es justo.
Se marcharon sin decir nada más. Desde entonces, nuestra relación se volvió fría como el cierzo de enero. Javier y Lucía dejaron de llamar, y si yo intentaba hablar, respondían cortantes, como si fuera una extraña. Me dolía el alma, perdí el contacto con el hijo que tanto quise. Pero sabía que hice lo correcto.
No podía permitir que mi hijo se estancara a mitad de camino, acomodándose en mi casa. Tampoco estaba dispuesta a sacrificarme para que él evitara las dificultades. Mi vida también vale, y quiero vivir en mi hogar, con mis comodidades. Javier se enfadó, pero espero que algún día entienda que mi negativa no fue egoísmo, sino una lección para que aprenda a valerse por sí mismo. Mientras, vivo con el corazón en un puño, confiando en que el tiempo cure esta herida.