Nuestra hija está empeñada en casarse con un holgazán, y nosotros estamos horrorizados.
En nuestro tranquilo pueblo del norte de España, donde los inviernos son fríos y la gente valora el calor del hogar, mi marido y yo siempre hemos querido lo mejor para nuestra hija. Pero ahora nuestro corazón se parte de angustia: nuestra niña quiere casarse con un chico que parece incapaz de cualquier cosa excepto dar promesas vacías y vivir sin hacer nada.
Mi esposo, Francisco, y yo sabemos lo difícil que es encontrar a la persona indicada. En su día, mis padres se opusieron rotundamente a Francisco. Mi madre temía su afición por los coches—siempre estaba arreglando algún viejo Seat—, y creía que era peligroso. Mi padre soñaba con que me casara con el hijo de su amigo, un ingeniero con buena posición. Pero yo me enamoré de Francisco sin pensarlo dos veces. Su amabilidad, su esfuerzo y su cariño me conquistaron, y me enfrenté a mis padres. Nos casamos, y los años demostraron que hice lo correcto. Juntos criamos a nuestra hija, Lucía, y le dimos todo nuestro amor para que nunca le faltara de nada.
Lucía siempre ha sido nuestro orgullo: inteligente, ambiciosa, llena de vida. Hace dos años se fue a estudiar a la universidad en Madrid, donde conoció a un chico llamado Adrián. Al principio estábamos contentos—¡el amor juvenil es tan bonito!—, pero cuanto más conocíamos a Adrián, más crecía nuestra preocupación. Y ahora Lucía nos ha anunciado que quiere casarse con él. Francisco y yo estamos horrorizados porque Adrián es un verdadero vago, y no lo decimos a la ligera.
Lo hemos visto con nuestros propios ojos, una y otra vez. Cada verano, Lucía trabaja: a veces en una cafetería, otras de recepcionista. Ahorra dinero para irse de vacaciones a la costa con Adrián en agosto. ¿Y él? Nada. En dos años no ha buscado trabajo, ni siquiera temporal. Lucía lo lleva todo a cuestas, mientras él disfruta de su esfuerzo como si fuera lo normal. Eso nos rompe el corazón—¡nuestra hija merece más!
Una vez, los padres de Adrián empezaron a reformar su piso. Queriendo mejorar la relación, les ofrecimos nuestra ayuda. Fuimos, llevamos herramientas, pintura, papel pintado. ¿Y qué pasó? Mientras Francisco y yo empapelábamos y enlucíamos paredes, Adrián se quedó en su habitación pegado al ordenador. Jugaba sin parar, sin ofrecernos siquiera un café. Nosotros, gente ajena, estábamos ahí sudando, y él, un chico joven y fuerte, no movió un dedo. Aquello me dio un vuelco al corazón: ¿de verdad ese es el hombre con el que mi hija quiere compartir su vida?
Adrián vive en su mundo virtual. Pasa horas frente a la pantalla, apenas habla con nadie, y cuando lo hace, solo habla de sus videojuegos o de lo harto que está de todo. No puedo imaginar a Lucía feliz con alguien así. Ella es como una estrella brillante, y él la arrastra hacia el pozo de su apatía. Sé que este matrimonio será una trampa para ella, pero ¿cómo hacerle entender?
Hemos hablado con Lucía, pero está tan enamorada que no nos escucha. Cada que mencionamos a Adrián, lo toma como un ataque. «¡Es que no lo conocéis!», nos grita con lágrimas en los ojos. Veo cómo lucha entre su amor y nuestros argumentos, y me destroza el alma. No quiero que mi niña repita errores de los que se arrepienta toda su vida.
Cada noche me quedo despierta, imaginando a Lucía, llena de ilusión, caminando hacia el altar con alguien que no valora ni su esfuerzo ni su amor. Temo que renuncie a sus sueños por alguien que ni siquiera se molesta en levantarse del sofá. ¿Cómo hacer que nos escuche? ¿Cómo evitar que cometa un error que pueda arruinarle la vida? Mi corazón de madre grita que este matrimonio será un desastre, pero no sé cómo salvar a mi hija.