Me llamo Elvira. Vivo en un pueblo pequeño de Castilla, donde todos se conocen y las noticias viajan más rápido que el viento. Mi marido y yo llevamos muchos años felizmente casados, y tenemos dos hijos adultos: un hijo y una hija. Mi marido siempre ganó bien, así que yo dediqué mi vida a la familia: al hogar, a los niños, a crear un hogar acogedor. Era mi vocación, y nunca me arrepentí de esa decisión.
Nuestros hijos ya crecieron y volaron del nido. Nuestra hija, Carmen, se casó y ahora vive en Sevilla, disfrutando del sol y de su nueva vida. Hablamos por teléfono a menudo, y sé que es feliz. En cambio, nuestro hijo, Javier, se quedó más cerca, en una ciudad vecina. Está casado, y siempre me enorgulleció cómo llevaba su vida: familia estable, buen trabajo, respeto de sus colegas.
Ya estamos jubilados, pero tenemos suficiente dinero para vivir cómodamente. Nunca hemos sido una carga para ellos y siempre intentamos ser su apoyo. Por eso, cuando Javier nos invitó a celebrar sus quince años de matrimonio, me emocioné. Era una ocasión para reunirnos y alegrarnos por él y su familia. La fiesta fue en un lujoso restaurante del centro, y esperaba una velada cálida y familiar.
El restaurante estaba lleno de invitados: amigos de Javier, compañeros de trabajo, familiares. El ambiente era alegre y distendido. Todos brindaban, felicitaban a los anfitriones y compartían palabras cariñosas. Luego llegó el momento en que empezaron a contar anécdotas divertidas del pasado. Javier, con una sonrisa radiante, se volvió hacia mí y me pidió que contara algo gracioso de su infancia. Me conmovió que quisiera que compartiera algo nuestro, algo personal.
Pensé un momento y recordé cómo, de pequeño, a Javier le encantaba meterse en el armario de su hermana, ponerse sus vestidos y anunciar con seriedad que era una “princesa”. Esa historia siempre nos hacía sonreír a su padre y a mí, una travesura infantil tan inocente. La conté con cariño, y los invitados rieron, algunos incluso asintieron enternecidos. Creí que había aportado un toque entrañable a la velada.
Pero minutos después, Javier se acercó a mí con el rostro contraído de rabia. “Mamá, ¿cómo has podido? ¡Me has humillado delante de todos!”, me susurró entre dientes. Me quedé helada. Mis palabras, dichas con amor, se convirtieron de repente en una puñalada. Intenté explicarle que no había querido hacerle daño, que solo era una anécdota graciosa, pero apartó la mano y se marchó. El resto de la noche me evitó, mientras yo sentía un nudo en el pecho, entre el dolor y la incomprensión.
Han pasado dos semanas, y la herida no hace más que profundizarse. Javier no llama, no escribe. Cuando marco su número, rechaza las llamadas como si fuera una extraña. Desesperada, decidí ir a su casa para hablar y aclarar las cosas. Pero el encuentro me destrozó el corazón. “No quiero verte, mamá —dijo con frialdad—. Me has avergonzado delante de mis amigos y colegas. ¿Cómo voy a mirarlos a la cara ahora?” Sus palabras fueron como cuchillos. Intenté disculparme, explicarle que nunca quise herirlo, pero solo repitió: “Vete, por favor”.
Ya llevamos dos meses sin hablarnos. Mi hijo, al que crié, amé y protegí, me dio la espalda por una simple anécdota infantil. No duermo, repasando una y otra vez aquella noche, preguntándome en qué me equivoqué. Al fin y al cabo, era solo una travesura que muchos niños hacen. ¿Por qué lo tomó tan a pecho? ¿Acaso ya no entiendo su mundo, sus valores?
Sigo esperando que el tiempo cure esta herida. Quizá Javier recapacite y entienda que nunca quise hacerle daño. Pero, por ahora, mi corazón se parte entre el rencor y la tristeza. Se lo conté a Carmen, y quedó horrorizada: “¿Cómo ha podido hacerte esto, mamá?” Su apoyo me reconforta, pero no alivia el dolor. ¿De verdad he perdido a mi hijo por una tontería? ¿Cómo voy a vivir con esto?