En un pequeño pueblo de Andalucía, donde las casas blancas guardan el calor de los recuerdos familiares, mi cuarenta cumpleaños, que debía ser especial, se convirtió en una amarga decepción. Yo, Carmen, dediqué mi vida entera a mi marido y a mis hijos, pero su indiferencia aquel día me rompió el corazón. Y lo que ocurrió esa noche fue un golpe del que aún no me recupero.
Mi aniversario —cuarenta años— lo imaginé como una celebración llena de amor y cariño. No esperaba regalos caros, pero soñaba con que mi marido, Javier, y nuestros hijos, el adolescente Pablo de 16 años y el pequeño Lucas de 14, me rodearan de atención. Todo el año me preparé: adelgacé, renové mi armario, hasta me apunté a clases de flamenco para sentirme viva. Quería que ese día fuera especial para nuestra familia, un símbolo de una nueva etapa.
Pero la mañana comenzó en silencio. Javier salió al trabajo con un rápido «Hasta luego». Los niños, como siempre, clavados en sus móviles, sin mencionar mi cumpleaños. Intenté consolarme: ¿quizá preparaban una sorpresa? Pasé el día ocupada en casa, hice una tarta, puse la mesa, esperando que al anochecer nos reuniéramos. Pero dentro de mí crecía una angustia. ¿De verdad se habían olvidado? Mis hombres, por los que lo había dado todo, no podían hacerme esto.
Al mediodía no aguanté más y le solté a Pablo: «Hoy es un día especial, ¿verdad?». Él asintió distraído y se encerró en su habitación. Lucas ni siquiera reaccionó. Javier llamó, pero solo habló del trabajo, ni una palabra sobre mi día. Mi corazón se encogió de pena, pero me aferré a la esperanza: por la noche se acordarían, me abrazarían, me dirían cuánto me querían. Decoré el salón con globos, me puse un vestido nuevo, los esperé con ilusión.
Cuando Javier volvió, lo recibí con una sonrisa. Miró la mesa y preguntó: «¿Viene gente?». Me quedé helada. «Javi, hoy es mi cumpleaños… Cuarenta años», dije, conteniendo las lágrimas. Se golpeó la frente: «¡Ay, Carmen, lo siento, se me fue de la cabeza con el trabajo!». Sus disculpas sonaron vacías. Los chicos, al oírnos, murmuraron: «Felicidades, mamá», pero enseguida volvieron a sus pantallas. Ni flores, ni regalos, ni palabras bonitas. Mi familia me había olvidado.
Me senté frente a la tarta fría, sintiendo cómo todo se derrumbaba dentro de mí. Les había entregado mis mejores años, renunciado a mis sueños por su felicidad, y en mi día ni siquiera se acordaron. Las lágrimas resbalaban, pero no quería que vieran mi dolor. Me encerré en el dormitorio y dejé salir toda la rabia. ¿Por qué me sentía tan sola en mi propia familia?
Pero la noche guardaba otro golpe. Sonó el timbre. Pensé que era alguna vecina, pero en la puerta había una mujer desconocida. «¿Carmen? —preguntó—. Soy Laura, del trabajo de Javier. Se olvidó estos papeles». Me entregó una carpeta, pero su mirada estaba llena de lástima. La invité a pasar, y titubeando añadió: «Felicidades, por cierto. Javier comentó que cumplías años, pero dijo que no lo celebraríais…».
Sentí que el suelo desaparecía bajo mis pies. Javier no solo lo había olvidado… Había decidido que mi día no importaba. Lo había hablado con sus compañeros, pero no tuvo el detalle de decírmelo. Laura se fue, dejándome con una verdad que dolía más que el silencio. Mi marido no solo me había ignorado, me había borrado como algo sin importancia.
Volví al salón, donde Javier veía la tele y los niños jugaban a la consola. «¿Por qué les dijiste a tus compañeros que no celebrábamos nada?», pregunté, temblando de rabia. Él se encogió de hombros: «Carmen, no era para tanto. ¿Por qué exageras?». Sus palabras me destrozaron. Grité: «¡Es mi cumpleaños! Esperaba que estuvierais conmigo, ¡y ni siquiera me habéis mirado!». Los chicos bajaron la vista, pero callaron. Javier gruñó: «Bueno, mañana lo celebramos», y siguió con la televisión.
Me encerré de nuevo y lloré hasta el amanecer. Mi familia, por la que había vivido, me demostró lo poco que valgo para ellos. La vecina, al enterarse, intentó animarme: «Carmen, date tú misma la fiesta que mereces». Pero sus palabras no aliviaron el dolor. Me sentí invisible en mi propia casa. Mis cuarenta años, que debían ser un renacer, se convirtieron en el día en que entendí: estoy sola.
Ahora no sé cómo seguir. ¿Perdonar su indiferencia? ¿Fingir que no pasó nada? O reunir el valor para empezar a quererme, aunque ellos no lo hagan. Mi alma se parte entre la pena y la soledad. Soñé con amor y calor, y recibí frío y vacío. Este cumpleaños no fue una fiesta, sino una lección: hasta los más cercanos pueden darte la espalda. Y debo aprender a ser fuerte… por mí misma.