**Diario de un Descanso Inesperado**
Me llamo Lucía. Tengo treinta y cinco años, estoy casada con Javier y tenemos dos hijos. Siempre he sido activa e inquieta—desde el jardín de infancia intentaba organizar ejercicios para todo el grupo, en el colegio era la delegada y en la universidad, el alma de todas las fiestas. Mi energía, sin duda, me viene de mi abuela, con quien pasaba todos los veranos en su pueblo. Adoraba la vida rural y nunca le tuve miedo al trabajo.
Así conocí a Javier: organicé una limpieza en el parque del barrio y él fue uno de los pocos que apareció para ayudar. Juntos recogimos basura, charlamos y al final fuimos al cine. Así empezó todo. Un año después, me pidió matrimonio y acepté sin dudarlo.
Al principio vivimos con mis padres, hasta que ahorramos para nuestra primera hipoteca. Nació nuestro hijo—idéntico a su padre—y dos años después, nuestra hija. Javier trabajaba sin descanso, pero siempre encontraba tiempo para ayudarme en casa, sin quejarse ni una vez. Yo, en cambio, empecé a agotarme. La maternidad no solo es alegría, sino noches en vela, cansancio constante y preocupaciones. Mi marido vio mi agotamiento y me propuso ir con los niños a descansar a casa de su madre, en un pueblo de Toledo. Inocente de mí, me alegré: recordé lo bien que lo pasaba con mi abuela. Esperaba recuperarme un poco.
Javier nos llevó, y mi suegra nos recibió con pan y sal, incluso preparó una cena. Los niños se durmieron en el porche, y a mí me preparó la cama en la habitación de su hijo. Parecía una tarde perfecta. Pero al amanecer, un grito me despertó:
—¿Dormida, señorita? ¡Arriba! ¡Las ovejas no se ordeñan solas!
Miré el móvil—las 5 de la mañana. Me levanté a duras penas. Quería lavarme la cara, pero mi suegra me regañó:
—¡Después te lavas, que igualmente acabarás sucia!
No dije nada, me cambié y fui al corral. Refunfuñó todo el camino, llamándome “urbanita” e “inútil”, pero cuando agarré el cubo y ordeñé mejor que ella, se calló. Luego alimenté a los animales, me lavé las manos y me acerqué a ella:
—No me niego a ayudar. Pero déjeme hacerlo a mi manera.
—Hazlo, si sabes cómo—gruñó.
Y me puse manos a la obra. Arreglé el huerto, removí la tierra, pinté la valla, organicé la venta de leche y verduras a los vecinos, incluso construí un compostero y empecé a instalar tuberías—el retrete del patio ya no aguantaba más. Cuando cavamos el hoyo, mi suegra exclamó:
—¡¿Y esto qué es?!
—Madre, usted misma se quejaba del agua escasa. Ahora tendrá alcantarillado.
No pudo más y llamó a su hijo a escondidas:
—Javi, ven a buscarte a tu mujer. ¡No me deja descansar!
—¿Qué pasa?
—Lo verás cuando llegues.
Cuando entré, escondió el móvil y murmuró:
—Estaba rezando, hija…
—Bien. Luego esterilizaremos los tarros. He recogido los pepinos y haremos conservas. Mañana, las cerezas, y después las manzanas. Ya hablé con el vecino.
Mi suegra solo suspiró. Y yo, con renovadas fuerzas, seguí arreglando la casa.
Para el fin de semana, llegó Javier. Su madre se abalanzó sobre él:
—¡Llévatela! ¡No aguanto más! ¡Es como un motor, sin parar de mañana a noche! ¡Yo ya no descanso, sino que pido ayuda!
Javier solo encogió los hombros:
—Madre, querías ayuda. Pues la tienes.
Al marcharnos, mi suegra incluso lloriqueó—no de tristeza, sino de agotamiento. Prometí volver el próximo fin de semana.
—No hace falta que te des prisa—refunfuñó, cerrando la portezuela del coche.
Luego, creyendo que nadie la oía, se volvió hacia la casa y murmuró:
—Más valdría que se quedase viendo la tele, como todas las nueras normales…
Pero, a pesar de todo, sabía una cosa: ahora me respetaba. Y quizás, hasta me temía un poco.
**Lección aprendida:** A veces, el mejor descanso es no parar. Y que hasta la suegra más severa puede rendirse ante quién no se rinde.