**Diario personal:**
Nunca imaginé que un mensaje pudiera cambiarlo todo…
Isabel se marchó a un viaje de negocios a Sevilla, dejando en su Barcelona natal a su prometido, Guillermo. Terminando antes de lo esperado, decidió regresar sin avisar, emocionada por la sorpresa. Guillermo nunca le había dado motivos para desconfiar, pero en el tren, mientras los paisajes se desdibujaban, pensamientos intrusivos la asaltaban: ¿y si lo encontraba con otra? Sacudió la idea, pero su corazón latía con fuerza. Imaginaba su sonrisa al verla. Pero la sorpresa se esfumó. Al encender el móvil en la estación, un mensaje heló su sangre.
Isabel apoyó la frente en el cristal frío del taxi, ahuyentando tonterías. ¿Por qué imaginaba dramas de telenovela? Su vida con Guillermo era estable, casi aburrida, y quizá por eso inventaba conflicto. El coche olía a colonia vieja, como la de su padre. El conductor, un hombre mayor con canas y cuello arrugado, bostezaba y se rascaba la oreja, igual que su padre cuando estaba cansado. Condujo con brusquedad, e Isabel se aferró a la manilla.
“¿Cómo te llamas, chica?”, preguntó el taxista. “Isabel”, respondió, sorprendida. “Yo soy Víctor. Isa, ¿a qué hora es tu tren? ¿Podemos pasar por la gasolinera?” El tren salía en tres horas, y asintió: “Tengo tiempo, siempre llego antes”. Víctor rio: “¡Las mujeres sois iguales! Mi mujer también: cinco horas antes por si hay atasco”. Isabel encogió los hombros—odiaba llegar tarde. “Por cierto, soy Isabel Victoria”, añadió, cambiando de tema. “¿En serio? Mi hija también se llama Isa. Y mi madre”.
Empezó a hablar de su vida, e Isabel escuchó atenta. Víctor creció en una familia humilde, trabajó desde los catorce, sin estudios, con deudas. Sus hijos del primer matrimonio lo evitaban. Su única alegría era su hija, a quien mantenía en la universidad. Isabel imaginó: ¿y si él fuera su padre? Ella, hija de un empresario, quizá ni habría conocido a Guillermo, quien al principio preguntó por su familia y sus estudios.
“¿Te gustó Sevilla?”, preguntó al llegar. “Sí, es preciosa”, sonrió. “¿De dónde eres?”. “De Barcelona”. “¡Vaya lejos! Fui una vez, al entierro de mi abuelo. ¿Por trabajo?”. “Sí”. “Vuelve cuando quieras. Aquí tienes mi tarjeta”. Ella miró sus manos arrugadas, idénticas a las de su padre. Como si existiera un doble en otra vida.
En el tren, inventó historias como de niña. Soñó con ser escritora, pero su padre insistió en que estudiara Empresas. ¿Se arrepentía? No. Su vida estaba planeada, y eso la calmaba. Guillermo no sabía que volvía antes, pero todo cambió cuando su móvil vibró: “Papá está en el hospital. Infarlo”.
Nunca había visto a su padre frágil. Siempre fuerte, inquebrantable. Ahora yacía pálido, con cables en el pecho. Su madre salió con el médico, y quedaron solos. “¿Cómo estás?”, preguntó, conteniendo lágrimas. “Bien, hija”, susurró él. Para no llorar, habló de Sevilla: “Es bonita, y el taxista se llama Víctor, como tú…”. Él la interrumpió: “Nací allí”.
Isabel se paralizó. Su padre nunca habló de su infancia. “Y no me llamo Víctor”, añadió, como el inicio de sus cuentos. “Guardé este secreto. Solo tu madre lo sabe. Ni siquiera mis padres adoptivos lo conocen. Tenía tres años cuando todo empezó. Nací en Sevilla, pero mi nombre es Alejandro. Víctor era mi hermano mayor, quien me cuidaba. Familia numerosa, padre alcohólico… Solo recuerdo pan con mantequilla y azúcar”.
Contó cómo su madre lo abandonó en una casa húmeda. Víctor rogó que no lo dejara, pero ella se fue. Asustado, Alejandro se perdió entre niños, subió a un autobús y acabó en un pueblo. Lo encontraron, preguntaron su nombre. No supo por qué dijo “Víctor”. Nadie lo buscó. Una mujer lo acogió, le dio de comer. “No recuerdo nada, Isa, solo a mi hermano. Me gustaría saber de él”.
¿Y si el taxista era ese hermano? Recordó su rostro, su historia. “¿No los buscaste?”, preguntó. “¿Para qué? No los recuerdo. Solo el nombre ‘Isabel’ me persigue—quizá mi madre o una hermana. Quiero que mis nietos me recuerden. Pero no los tengo. Y quiero verte casada. Hazle el gusto a este viejo, aunque ahora no se lleve”.
Isabel suspiró. No le molestaba casarse, pero Guillermo no parecía querer. “Recupérate, habrá boda”. En casa, Guillermo jugaba con el portátil. “¡Qué sorpresa! ¿Por qué no avisaste?”. Ella, exhausta, rompió a llorar. Él la abrazó mientras hablaba de su padre, omitiendo el secreto. De pronto, soltó: “¿Nos casamos?”.
Guillermo se apartó. “Isa, vivimos bien. ¿Para qué? Esto es cosa de tu padre. Tranquila”. “¿O sea, no quieres?”. Su voz tembló. “Ya lo hablamos. Si quieres hijos, los tenemos sin papeles”. Ella calló, pero el resentimiento creció.
Cuando su padre mejoró, volvió a Sevilla sin decirle a Guillermo. Dejó una nota: “Necesito pensar”. Pero su verdadero objetivo era encontrar a Víctor. Perdió su tarjeta. En el hotel, la recepcionista, Luisa, estaba de vacaciones. Rogó a sus compañeras su número, pero se negaron. “Vuelve en dos semanas”. En la habitación, lloró sintiéndose perdida. ¿Por qué estaba allí? Guillermo quizá ya la había dejado, y el hermano de su padre era imposible de hallar.
Guillermo escribió: “¿Qué significa esto?”. “Lo que quieras”. “¿Dónde estás?”. “No es asunto tuyo. No eres mi marido”. Él calló. Alguien tocó la puerta. Una empleada le susurró: “Esta es la dirección de Luisa. ¡No le digas a nadie!”.
Al día siguiente, frente a una casa humilde, un chico en camiseta arrugada abrió. “Busco a Luisa”. “¿Eres de Miguel?”. “¿Qué Miguel?”. Él, aliviado, la invitó a café. Contó que Luisa salía con un tipo rico y controlador, pero se enamoró de un chico pobre. Hubo un escándalo, y se fueron. “No te metas con Miguel”, advirtió.
Una chica irrumpió. “¡Marina, es amiga de Luisa!”, gritó él. Isabel escapó. El viaje fue un fracaso. No encontró a Víctor, peleó con Guillermo, y su vida, que quería emocionante, era un caos.
En casa, Guillermo la esperaba. “¿Por qué no avisaste?”. Parecía cansado. ¿Y si había estado con otra? “Es mi piso, ¿para qué avisar? ¿No trabajas?”. “Es domingo. ¿Hambrienta? Pediré algo”. Se dio cuenta de que no se había ido. “Quiero pizza”, refunfuñó.
“¿Adónde fuiste?”. “No te lo diré”. “Mira en esa caja. Ordené y no quise tirar nada”. Revolvió la caja y encontró la tarjeta: “Víctor Torres”. “¡La busqué por todas partes!”, gritó. “Mira más”, dijo él, resignado. En el fondo brillaba una cajita de terciopelo azul.
Su corazón latió fuerte. Sabía lo que era. “Déjame”, dijo Guillermo, abriéndola. Dentro, un anillo relucía.Isabel guardó la tarjeta de Víctor en su bolso, decidida a encontrar al hombre que tal vez era la última pieza del rompecabezas de su padre, mientras Guillermo le colocaba el anillo en su dedo con una sonrisa que prometía nuevos comienzos.