El mensaje que lo cambió todo…
Marisol viajó a Sevilla por trabajo, dejando en su Barcelona natal a su prometido, Javier. Al terminar antes de lo esperado, decidió volver sin avisarle para darle una sorpresa. Javier nunca le había dado motivos para desconfiar, pero durante el viaje en tren, a Marisol le asaltaron pensamientos inquietantes: ¿y si lo encontraba con otra? Intentó apartar esas ideas absurdas, pero el corazón le latía con fuerza. Mientras imaginaba su cara de sorpresa, sonrió. Sin embargo, la sorpresa tendría que esperar. Al encender el móvil en la estación, recibió un mensaje que la dejó helada.
Marisol apoyó la frente contra el frío cristal del taxi, tratando de calmarse. ¿Por qué imaginaba escenas de telenovelas baratas? Su vida con Javier era estable, casi aburrida, y quizá por eso inventaba dramas. El coche olía a colonia vieja, como la que usaba su padre. El taxista, un hombre sesentón con canas y el cuello arrugado, bostezaba y se rascaba la oreja, igual que hacía su padre cuando estaba cansado. Conduciendo de forma brusca, Marisol se agarró al asiento con fuerza.
“¿Cómo te llamas, niña?”, preguntó el conductor. “Marisol”, contestó ella, sorprendida. “Yo soy Vicente. ¿Tienes prisa, Marisol? ¿Podemos pasar por la gasolinera?”. El tren salía en tres horas, así que asintió: “Tengo tiempo, me gusta llegar pronto”. Vicente sonrió: “¡Las mujeres siempre igual! Mi mujer llega dos horas antes, por si hay atascos”. Marisol se encogió de hombros; era cierto, odiaba llegar tarde. “Por cierto, Marisol Vicenta”, añadió para cambiar de tema. “¿En serio? No te lo creerás, pero mi hija también se llama Marisol. Y mi madre”, dijo Vicente, animándose.
Empezó a hablar de su vida, y Marisol escuchó con asombro. Vicente creció en una familia numerosa, trabajó desde los catorce años, sin estudios, con la salud frágil y una hipoteca que apenas podía pagar. Sus hijos del primer matrimonio no le hablaban, resentidos porque dejó a su madre. Su única alegría era su hija, a cuya educación dedicaba sus ahorros, soñando con que escapara de la pobreza. Marisol imaginó: ¿y si este hombre fuera su padre? Ella, hija de un empresario adinerado, quizá ni siquiera habría conocido a Javier, quien al principio le preguntó dónde estudiaba y quiénes eran sus padres.
“¿Te ha gustado nuestra ciudad?”, preguntó Vicente al llegar a la estación. “Sí, es bonita”, contestó Marisol. “¿De dónde eres tú?”. “De Barcelona”. “¡Vaya, lejos! Estuve una vez, en un funeral. ¿Viniste por trabajo?”. “Sí, por trabajo”. “¡Vuelve cuando quieras! Toma mi tarjeta, soy taxista de toda la vida, la edad no me frena”. Le dio la tarjeta, y Marisol, observándolo, pensó otra vez en su parecido con su padre: los gestos, la voz. Como si en algún lugar existiera su doble.
En el tren, Marisol imaginó historias, como hacía desde niña. Soñó con ser escritora, pero su padre la obligó a estudiar ADE para heredar su empresa. ¿Se arrepentía? No. Su vida estaba planeada, y eso la tranquilizaba. No le dijo a Javier que volvía antes, ilusionada por sorprenderlo. Pero todo cambió cuando llegó el mensaje de su madre: “Papá está en el hospital. Infarto”.
Marisol nunca había visto a su padre vulnerable. Siempre fuerte, invencible. Ahora yacía pálido, con cables en el pecho. Su madre salió a hablar con el médico, y se quedaron solos. “¿Cómo estás?”, preguntó, conteniendo las lágrimas. “Bien, hija”, respondió él con voz débil. Para no romper a llorar, habló de su viaje: “Sevilla es preciosa, y el taxista, imagínate, se llamaba como tú, Vicente…”. Su padre la interrumpió: “Yo nací allí”.
Marisol se quedó quieta. Su padre nunca hablaba de su infancia. “Y no me llamo Vicente”, añadió, y sus palabras flotaron en el aire como el inicio de sus historias inventadas. Continuó: “Guardé este secreto toda la vida. Solo tu madre lo sabe. Mis padres adoptivos tampoco lo conocen. Tenía tres años cuando todo pasó. Nací en Sevilla, pero mi verdadero nombre es Alejandro. Vicente era mi hermano mayor, él me crió. La familia era grande, mi padre bebía, mi madre… no la recuerdo. Solo recuerdo pan con mantequilla y azúcar”.
Contó cómo su madre lo abandonó en una casa vieja que olía a humedad. Su hermano rogó que no lo dejaran, pero ella se fue. Asustado, el pequeño Alejandro huyó, se confundió entre otros niños, subió a un autobús y terminó en un pueblo. Allí lo encontraron y preguntaron su nombre. No supo por qué dijo llamarse Vicente. Nadie buscó a su familia, o quizá no denunciaron su desaparición. Una mujer del pueblo lo acogió y le dio de comer. Se convirtió en su madre. “No recuerdo nada, Marisol —terminó—. Solo a mi hermano. Me gustaría saber qué fue de él”.
Marisol lo escuchó incrédula. ¿Y si el taxista Vicente era ese hermano? Recordó su rostro, su historia de familia numerosa. “¿No los buscaste?”, preguntó. “¿Para qué? No los recuerdo. Solo el nombre Marisol me suena… quizá mi madre o una hermana. Pero nada más. Quiero que mis nietos me recuerden. Pero no los tengo. Y quiero verte casada. Hazle caso a este viejo, aunque las bodas ya no se lleven”.
Marisol suspiró. No le molestaba la idea del matrimonio, pero Javier no se lo había propuesto. “Recupérate —dijo—. Habrá boda”. En casa, Javier estaba jugando a videojuegos. “¡Qué sorpresa! ¿Por qué no avisaste?”, exclamó. Marisol, agotada, rompió a llorar. Javier la abrazó mientras ella hablaba de la enfermedad de su padre, ocultando su secreto. De pronto, soltó: “¿Nos casamos?”.
Javier se apartó, frunciendo el ceño: “Marisol, vivimos bien así. ¿Para qué? Esto son los nervios. Piensa en frío”. “¿O sea que no quieres?”. Le tembló la voz. Siempre sospechó que no estaba preparado, pero oírlo dolió. “Ya lo hablamos —dijo él suavemente—. Si quieres un hijo, lo tenemos, sin papeles. No nos peleamos”. Marisol calló, pero el resentimiento se instaló en ella.
Cuando su padre mejoró, volvió a Sevilla sin avisar a Javier. Le dejó una nota: “Necesito pensar en nosotros”. Pero su verdadero motivo era encontrar al taxista. Había perdido su tarjeta tras registrar todo el equipaje. En el hotel donde pidió taxis, la recepcionista, Lola, estaba de vacaciones. Marisol rogó a sus compañeras que le dieran su número, pero se negaron. Las lágrimas brotaron solas. “Lola vuelve en dos semanas”, le dijeron. En la habitación, lloró desconsolada. ¿Qué hacía allí? Javier seguramente la habría dejado, y el hermano de su padre era imposible de encontrar.
Javier escribió: “¿Cómo se entiende esto?”. “Como quieras”, respondió ella. “¿Dónde estás?”. “No es cosa tuya. No eres mi marido”. Él no contestó. Alguien llamó a la puerta. Era una recepcionista joven: “La dirección de Lola. ¡No se lo digas a nadie!”. Llena de esperanza, Marisol fue allí a la mañana siguiente, cancelando varios taxis por si aparecía Vicente. Pero llegó otro conductor.
En un barrio humilde, entre casas deterioradas, un chico en camiseta le abrió. “Busco a LMarisol no encontró a Lola en aquel piso destartalado, pero al salir, una anciana del edificio de al lado le dijo con voz temblorosa: “Vicente vive al final de la calle, en la casa amarilla con geranios”.