**La Madre del Corazón: Una Historia que Perdurará**
Carmen llegó al pueblo al caer la noche. Al abrir la verja, vio a su madre sentada en el porche, con un ovillo de lana entre las manos.
—¡Carmencita! —exclamó la mujer, levantándose con esfuerzo—. ¿Por qué no me avisaste? ¡Hubiera preparado tu sopa favorita, la de acedera!
Carmen la miró fijamente y, de pronto, estalló:
—¿Y tú por qué no me avisaste?
—¿Avisarte de qué? —preguntó su madre, desconcertada.
Un día antes, Carmen se preparaba para un tan esperado viaje con amigos. Junto a Javier, su amor, ya tenían las maletas listas. Pero una llamada de su hermana pequeña, Lucía, lo cambió todo: sospechaban que su madre tenía una enfermedad grave. Sin dudarlo, Carmen canceló las vacaciones, compró los billetes y voló a casa.
—¿Quieres que vaya contigo? —preguntó Javier, preocupado.
—No, quédate. Descansa. Solo escríbeme si puedes. Y… te voy a echar de menos —susurró ella.
Carmen era fuerte, reservada. Sabía lo que era el dolor de la traición y un matrimonio infeliz —no por rumores—. Por eso no se había apresurado a hablarles a sus padres de Javier. Quería estar segura: esto era para siempre.
El viaje fue agónico. Dos transbordos, esperas interminables y, sobre todo, un presentimiento que le pesaba en el pecho. En dos años, apenas había visitado el pueblo. Su trabajo la había alejado de casa, y cada regreso le costaba más al corazón.
Mamá… No era su madre biológica. Una madrastra. Pero Carmen y Lucía siempre la llamaron “mamá”. Porque no solo había llegado a sus vidas, sino que había curado a la familia.
Su verdadera madre los abandonó años atrás —infidelidades, fiestas, indiferencia—. Su padre, tras intentar salvar el matrimonio, regresó de trabajar y se llevó a las niñas consigo. Las crió como pudo, pero era difícil: el hogar, dos niñas, la escuela… todo recayó sobre sus hombros.
Hasta que apareció Rosario. Madre de tres hijos, maestra, atrapada en un matrimonio complicado. Una noche, su hijo menor llegó llorando a casa de los vecinos: “Papá está gritándole a mamá”. El padre de Carmen intervino. Y días después, Rosario se mudó con ellos.
—¿Y si me caso con tía Rosario? —preguntó él a sus hijas.
Lucía asintió al instante: «¡Genial!». Carmen calló. No quería compartir a su padre. Pero todo cambió cuando enfermó gravemente. Rosario no se apartó de su cama, velando noches enteras y ofreciéndole compota con ternura.
—¿Siempre vas a ser así? —susurró Carmen.
—No sé si podré reemplazar a vuestra madre… pero jamás os haré daño —contestó Rosario.
Desde esa mañana, Carmen la aceptó. No como madrastra, ni como una extraña. Como su madre.
Ahora, años después, regresaba con el corazón en vilo.
—¿Por qué no me dijiste que estabas enferma? —preguntó Carmen, conteniendo las lágrimas ante el cansancio marcado en el rostro de Rosario.
—Mañana sabremos con certeza… —respondió ella en voz baja—. Pero hoy, Carmencita, estás en casa. Eso ya es felicidad.
La familia se reunió en la mesa como si fuera una fiesta. Todos intentaban ocultar el miedo. Lucía, ya licenciada, trabajaba como maestra. Alejandro ayudaba a su padre en el aserradero. Sergio se preparaba para estudiar Derecho. Y la pequeña Sofía soñaba con ser actriz.
Rosario, mientras tanto, criaba cabras, aprendía a tejer y bromeaba sobre los nietos:
—Ya tengo tres conjuntos de ropita tejidos. ¡Esperando novedades!
Esa noche, Carmen se sentó con su madre en la cocina. La abrazó y acarició su mano.
—Mañana todo irá bien. Lo siento —dijo.
—Siempre estáis ocupados… No creo que llegue a conocer a mis nietos —suspiró Rosario.
—Pues te equivocas. —Carmen sacó el móvil y mostró una foto con Javier—. Esta es Javier.
—Qué guapo… Y atento —murmuró Rosario al leer su mensaje: «¿Cómo estás? ¿Quieres que vaya?»
Carmen sonrió. Sí, era hora de presentarlo a la familia. Él era su persona.
Al amanecer, fueron al hospital. Los resultados fueron negativos. No había enfermedad. Rosario lloró de alivio y Carmen la estrechó con fuerza:
—No vine en vano. ¡Aún nos quedan muchos conjuntitos por repartir!