Cuando la traición resuena: una historia de amor y perdón

Cuando el eco de la traición resuena: una historia de amor y perdón

Elena arrancaba malas hierbas del jardín cuando su vecina Lola se acercó. Con tono casual, soltó:

—Elena, ¿es que no alimentas a tu Antonio? Porque con la señorita Valeria cena, que yo lo he visto…

Elena se quedó inmóvil. Las manos le cayeron flojas.

—Lola, ¡qué dices!

—Pues lo que oyes —respondió la vecina, con mirada burlona—. Ayer fui a hablar con la maestra de mi hijo. Me asomé a la ventana, y ahí estaba tu Antonio, sentado como si fuera de la familia. Cuando llamé, él se escondió bajo la mesa.

—No te creo. Esto lo inventas tú —respondió Elena, pero un escalofrío le recorrió la espalda.

—¿Y para qué iba a mentir? Si no me crees, allá tú. Ya lo verás.

Aunque fingió no darle importancia, la duda se quedó. Además, últimamente Antonio rehuía la mesa. Llegaba del trabajo diciendo: «Qué cansado estoy, no tengo hambre». Ni sopa, ni plato principal.

Esa noche, cuando el marido se acostó temprano, Elena no pudo pegar ojo. Lo observó a la luz de la luna, luchando contra sus pensamientos. «No puede ser. Imposible…».

Al día siguiente, Antonio no apareció. La cena se enfrió. Elena no aguantó más, se echó un chal al hombro y corrió hacia la casa de Valeria.

Se detuvo ante la verja. Silencio. Solo una luz tenue en el recibidor. Pero… ¿qué abrigo colgaba allí? Le resultaba familiar. Demasiado, la verdad. Entonces lo recordó: su hija Rosa, orgullosa de sus primeras labores de bordado, había decorado el forro de la chaqueta de su padre con florecillas. Elena, temblorosa, lo tomó y lo volvió del revés. Pequeñas margaritas bordadas le gritaron la verdad. El corazón le latía desbocado. Las piernas le fallaron. Cayó de rodillas al suelo y las lágrimas brotaron sin control.

Un minuto después, Antonio apareció en el pasillo. Arrugado, avergonzado.

—Elena… no es lo que piensas…

—¿Qué pasa, das clases particulares de matemáticas a medianoche? —Elena se levantó, y en su voz había más dolor que rabia—. Yo, tonta de mí, creía que llegabas agotado… ¡y tú cenando con ella! ¡Y escondiéndote debajo de la mesa como un pillo!

Antonio intentó alcanzarla, pero ella ya corría calle abajo.

—¡Elena, por favor! ¡La gente nos mira!

—¡Que miren! Yo no ando metiéndome en camas ajenas. No tengo de qué avergonzarme. ¡Ese deberías ser tú! ¡Y ella!

Valeria era considerada en el pueblo como una señorita de ciudad. Los lugareños no contaban. Vivía en una casa compartida con otras tres familias, contando los días para regresar a la capital. Nada le importaba: ni los vecinos, ni las tareas domésticas, ni siquiera sus alumnos. Hasta que un día, el escalón de la entrada se rompió. Se quedó llorando en el quicio, y justo entonces pasó Antonio. La ayudó, arregló el peldaño… y se quedó a tomar un té.

Así empezó todo.

Primero fueron galletas compradas. Luego, platos caseros. Después, tardes enteras en la cocina. Valeria no sentía nada por Antonio, pero la soledad pesaba. Y él… él se sentía halagado. ¡Una maestra, compartiendo mesa con él!

Pero ahora todo había salido a la luz.

Elena lloró hundida en la almohada. Las niñas —Rosa de nueve años y Lucía de seis— se arrimaron a ella, confundidas, y también lloraron. Solo porque su madre lloraba.

¿Divorcio? ¿Y adónde ir? No tenía familia. En el pueblo solo habría murmuraciones. El trabajo escaseaba.

Antonio cargaba con la culpa. No se acercó a Elena durante días. Vivió como un extraño en su propia casa. Cocinaba, lavaba, comía solo. Intentó disculparse una y otra vez, pero ella seguía firme.

—Vuelve con tu maestra. Yo no estoy a tu altura.

—Elena… por las niñas…

—¡No te escudes en ellas! ¡No tienes derecho!

Pasaron dos meses. Terminó el curso escolar. Valeria se marchó. Hizo las maquetas y abandonó el pueblo. Y en la casa de Elena y Antonio reinaba un silencio helado.

Agosto. La última semana de verano. Las niñas jugaban en el patio.

—¡Rosa! ¡Lucía! —llamó Elena desde la ventana.

Corrieron hacia dentro. Su madre les entregó un hatillo.

—Llevadle esto a vuestro padre, al campo.

Salieron disparadas. El tractor de Antonio estaba en medio del barbecho. Las niñas agitaban los brazos como banderas.

—¡Papá! ¡Mamá te manda la comida!

Antonio bajó de la cabina como aturdido.

—¿Mamá? ¿La ha mandado ella? —preguntó.

—¡Sí! —Rosa extendió el paquete—. Hay croquetas y pan.

Se sentó, lo desató, aspiró el aroma del pan recién hecho. Los ojos le escocieron.

—Papá, ¿lloras?

—No, es que el polvo…

Al volver a casa, con un ramo de flores silvestres, Antonio se acercó a Elena.

—Perdóname, Elena. Y gracias.

—Estás perdonado. Si no, no te habría dado de comer —respondió ella, sonriendo por primera vez en mucho tiempo.

Nueve meses después, nació Javier. Pequeño, de mejillas sonrosadas, con los ojos de su padre.

¿Y Antonio? Nunca más volvió a entrar en casa de otra mujer, ni siquiera a pedir sal.

Ahora sabía bien que lo más valioso que tenía estaba en su hogar.

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