¡Nuestra hija quiere casarse con un vago y estamos horrorizados!

Hace ya algunos años, en nuestro tranquilo pueblo de la sierra castellana, donde los inviernos son fríos y la gente valora el calor del hogar, mi marido y yo siempre dimos lo mejor a nuestra hija. Sin embargo, ahora nuestro corazón se parte de angustia: nuestra niña quiere casarse con un muchacho que no parece capaz de nada más que de promesas vacías y pereza.

Mi esposo, Rafael, y yo sabemos lo difícil que es encontrar a la persona adecuada. En su día, mis padres se opusieron rotundamente a Rafael. Mi madre temía su afición por los coches, pues siempre estaba arreglando algún viejo Seat, y decía que era peligroso. Mi padre, por su parte, soñaba con que me casara con el hijo de su amigo, un ingeniero adinerado. Pero yo me enamoré perdidamente de Rafael. Su bondad, su trabajo duro y su ternura me conquistaron, y desafié a mis padres. Nos casamos, y con los años, la vida demostró que no me equivoqué. Juntos criamos a nuestra hija, Lucía, y le dimos todo nuestro amor para que nunca le faltara nada.

Lucía siempre fue nuestro orgullo: lista, decidida, con una mirada llena de sueños. Hace dos años, comenzó la universidad en Valladolid, y allí conoció a un chico llamado Iván. Al principio, nos alegramos por ella—¡el amor en la juventud es tan bonito! Pero, cuanto más supimos de Iván, más creció nuestra preocupación. Y ahora Lucía nos ha dicho que quiere casarse con él. Rafael y yo estamos horrorizados porque Iván es un verdadero holgazán, y no es solo una impresión.

Lo hemos visto con nuestros propios ojos, una y otra vez. Cada verano, Lucía se busca trabajos: en una cafetería, de asistente en una oficina… Ahorra para irse con Iván a la playa en agosto. ¿Y qué hace él? Nada. En estos dos años, ni una sola vez ha buscado trabajo, ni siquiera temporal. Lucía carga con todo, mientras él disfruta de su esfuerzo como si fuera lo normal. Se nos rompe el corazón—¡nuestra hija merece algo mejor!

Una vez, los padres de Iván comenzaron a reformar su casa. Queriendo acercarnos, ofrecimos nuestra ayuda. Llegamos con herramientas, pintura y papel pintado. ¿Y qué pasó? Mientras Rafael y yo empapelábamos y enyesábamos paredes, Iván estaba en su cuarto, pegado al ordenador. Jugaba sin parar, sin siquiera ofrecernos un café. Nosotros, casi extraños, trabajábamos en su casa, y él, un chico joven y fuerte, no movió un dedo. Aquel día sentí como un golpe: ¿de verdad es este el hombre con el que nuestra hija quiere pasar su vida?

Iván vive en su mundo virtual. Pasa horas ante la pantalla, apenas habla con nadie, y cuando lo hace, solo menciona sus juegos o lo harto que está de todo. No puedo imaginar a Lucía feliz junto a alguien así. Ella es como una estrella brillante, y él la arrastra hacia el fango de su apatía. Sé que este matrimonio será una trampa para ella, pero ¿cómo hacerle verlo?

Hemos hablado con Lucía, pero está enamorada y no nos escucha. Cada palabra sobre Iván la toma como un ataque. “¡Es que no le conocéis!”, grita, con lágrimas en los ojos. Veo cómo lucha entre su amor y nuestros razonamientos, y me destroza el alma. No quiero que mi niña cometa un error del que se arrepienta toda su vida.

Noche tras noche, me quedo en vela, imaginando a Lucía, llena de ilusión, caminando hacia el altar con alguien que no valora su esfuerzo ni su amor. Temo que renuncie a sus sueños por alguien que ni siquiera se levanta del sofá. ¿Cómo llegar a ella? ¿Cómo evitar que tome una decisión que le romperá la vida? Mi corazón de madre grita que este matrimonio será una ruina, pero no sé cómo salvarla.

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