**Diario de Marta**
Esta tarde, al volver del trabajo, mi mundo se vino abajo. Nunca imaginé que un viernes cualquiera cambiaría mi vida para siempre. Al abrir la puerta de casa, como siempre, llamé:
—Cariño, ya estoy aquí.
Silencio. La casa estaba extrañamente quieta.
—Qué raro… Debería estar aquí—, pensé mientras subía hacia el dormitorio.
Al empujar la puerta, me quedé paralizada. Alejandro, mi marido, estaba metiendo sus cosas en una maleta con prisas.
—Alejandro… ¿Qué haces?—, susurré, sin creer lo que veía.
—Me voy—, respondió él, sin siquiera mirarme.
—¿Que te vas? ¿Por qué? ¿Qué ha pasado?
—Por culpa de tu padre—, soltó con rabia.
—¿Mi padre? ¿Qué tiene que ver él en esto?
No entendía nada. Mi matrimonio, al que había dedicado tanto amor, paciencia y esfuerzo, se desmoronaba ante mis ojos.
Nos conocimos cuando yo tenía veintiocho años. Él era ocho años mayor: seguro de sí mismo, atractivo, con experiencia. En aquel momento, creí que había encontrado al hombre ideal. Todos a mi alrededor insistían en que ya era hora de casarme, que los años no esperaban. Empecé a ver a cada pretendiente como un posible marido, y eso los asustaba.
Pero con Alejandro fue distinto. Un colega nos presentó en una cafetería, empezamos a hablar… y todo fluyó. Era encantador, atento. Cuando supo que yo tenía mi propio piso, un coche nuevo, un buen puesto en el ayuntamiento y un padre empresario, se volvió aún más cariñoso.
Un año después, celebramos una boda fastuosa. Todo lo pagó mi padre. Alejandro no puso objeciones. Más bien al contrario: aceptó encantado el puesto de vendedor en una de las tiendas de mi padre.
Al principio, la vida en pareja parecía un cuento de hadas: viajes al extranjero, cenas, regalos. Solo había un problema: Alejandro nunca pagaba nada. Siempre lo hacía yo. Al principio lo ignoré, luego se lo pedí, después supliqué.
—¿Por qué tengo que cargar con todo yo sola?— me quejaba con una amiga. —Quiero sentirme cuidada, protegida.
Pero él se reía:
—Cariño, no seas tonta. Todo va bien. No le des importancia a esas tonterías.
En el trabajo apenas hacía nada, pasaba el día con el móvil, y el dinero que ganaba lo guardaba en su cuenta. Yo no sospechaba nada.
Luego enfermé. Gravemente. Estuve un mes en el hospital. Mis padres me visitaban todos los días, Alejandro solo de vez en cuando. Cuando volví a casa, casi me desmayo: suciedad, platos sin lavar, basura por el suelo.
—¿No has limpiado nada?— exclamé.
—¿Por qué iba a hacerlo? Eso es cosa de mujeres—, respondió con indiferencia.
—¡Pero he estado enferma, Alejandro! ¿Y aún así tengo que limpiar yo?
—Ya estás en casa. Pues limpia.
Temblando de debilidad, llamé a una empresa de limpieza. El médico me advirtió: la recuperación llevaría al menos un año. Ni pensar en un embarazo.
Al año, cuando los médicos me dieron luz verde, le conté emocionada a mi marido:
—¿Te imaginas? ¡Podemos empezar a intentarlo!
—Ahora no es buen momento—, masculló, sin levantar la vista de la consola. Una consola nueva, comprada con mi dinero, que se había convertido en su obsesión.
Las semanas pasaron, y él seguía evadiéndose. Hasta que un día soltó:
—Marta… Me voy. Y no quiero tener un hijo contigo.
—¿Qué dices?
—No te quiero. Nunca lo hice. Estar contigo era cómodo. El piso, el dinero, el coche… Ahora me cansa. No te necesito.
—No puedes hacerme esto—, balbuceé. —Has visto todo lo que he pasado, lo que he esperado…
—Tus problemas no son míos. Soy libre.
Cerró la maleta, metió la consola y se marchó.
Me quedé en el piso, sin comer, sin dormir, mirando al vacío. Tres días después, mis padres, alarmados, vinieron a buscarme. Mi padre, al verme así, apenas pudo contener la furia.
Me llevaron a su casa en la sierra. Alejandro fue despedido esa misma noche. Y, gracias a unos contactos, mi padre consiguió bloquear su cuenta bancaria. Todos sus “ahorros” desaparecieron.
Se quedó sin dinero, sin trabajo, sin hogar. Solo le alcanzó para alquilar una habitación cutre. No tenía ni idea de qué hacer.
Yo, meses después, encontré un nuevo trabajo. Allí conocí a Javier. No era joven, pero era honesto, tranquilo, y desde el primer día me trató con respeto y ternura.
Seis meses después, ocurrió un milagro: dos rayitas en el test. Lágrimas, risas, una llamada a mis padres… y una gratitud infinita por haber tenido el valor de decir «basta» aquel día.