**12 de octubre de 2023**
Hoy, Carmen cambió a sus nietos por un perro viejo, y luego enterró su culpa en silencio.
—¡Elena, aleja a tu hijo! ¡Está volviendo loco a mi pobre Benito! —bufó Dolores con irritación, señalando al perro despeinado que dormitaba en el sillón—. ¿Es que no te lo he dicho claro? ¡Llévate a ese diablillo ahora mismo!
Elena, pálida, apartó al pequeño Adrián y murmuró: «Perdón, cariño».
De la habitación salió Adrián, su marido, frotándose las sienes con cansancio:
—¿Qué pasa ahora? ¡No me dejáis trabajar con vuestros gritos!
—¡Ah, claro, porque te molestamos! —replicó su madre con ironía—. Benito está en sus últimos días, ¡y vosotros aquí con vuestros chillidos y pañales! ¡Se acabó! Os vais a vivir solos. ¿O es que pensabais colgaros de mí para siempre?
—Mamá, ¿por qué tan dura? ¡No somos una carga! Compramos la comida, Elena hace las tareas…
—¡Me da igual! Yo ya he vivido lo mío, ¡arreglad vuestra vida! ¡Haced las maletas! Tenéis tres días.
Adrián miró con rabia al perro y se encerró en su cuarto sin decir nada. Elena se acercó a la cuna donde dormían sus gemelos de seis meses, se sentó junto a ellos y no pudo contener las lágrimas.
—Nos vamos hoy —dijo su marido, abrazándola por los hombros.
—¿A dónde, Adrián? No tenemos dinero, ni casa…
—Jorge me dejó las llaves de su piso, está de viaje. Estaremos allí mientras encuentro trabajo. Lo superaremos, Elena, te lo prometo.
Ella asintió y comenzó a empacar. Al despedirse, Dolores ni siquiera salió. Solo gritó desde la cocina:
—¿Así que os vais? ¡Pues que os vaya bonito!
Pero el destino les tenía reservado otro camino. En el taxi que los llevaba a casa de Jorge, un coche los embistió a toda velocidad. Adrián y los niños murieron al instante. Elena sobrevivió, pero quedó en la UCI, grave.
Permaneció en coma casi dos meses. Hasta que, en un día gris y húmedo, sus párpados se movieron y sus ojos se abrieron. La primera persona que vio fue Dolores.
—Elenita, mi niña… ¡Dios mío, has despertado! —besaba sus manos con alivio.
—¿Quién… es usted? —susurró Elena, débil.
—Soy tu madre… —mintió la suegra, conteniendo el temblor de su voz.
Dolores ocultó la tragedia. Le dijo al médico que Elena había perdido la memoria y le pidió que no le contara nada. “No es el momento”, pensó. Tiró las cosas de Adrián y los niños, escondió las fotos en una caja en lo alto del armario. Quería retroceder el tiempo, enmendar algo, aunque fuera mínimo.
A Elena la dieron de alta. En casa, se recuperaba poco a poco. El único en quien confiaba era Alejandro, el fisioterapeuta. Con él se sentía segura, solo a él le sonreía de verdad. Pero con Dolores… percibía algo frío, ajeno en sus caricias.
Un día, Dolores, al limpiar el polvo, subió a una silla vieja. Resbaló, la silla se rompió y se lastimó la pierna. Elena la llevó al hospital, pero los documentos quedaron en casa.
Al regresar por ellos, vio la caja polvorienta en el armario. La abrió. Fotos. Ella, Adrián, los gemelos… Y de pronto, todo volvió. El dolor la atravesó como una aguja. Gritó.
Entró corriendo en el hospital, con las fotos apretadas entre sus manos.
—Dígame la verdad… ¿Dónde están mis hijos? ¿Dónde está Adrián?
Dolores lloró. Por primera vez, sin fingir. Lágrimas de culpa, de dolor. Y su silencio fue como un cuchillo. Elena se desmayó en el umbral.
Al despertar, salió corriendo del hospital. Bajo la lluvia y el viento, corrió sin rumbo hasta un puente. Miró el río, como si fuera la salida. «Si salto… habrá paz. Olvido…».
De pronto, unas manos fuertes la detuvieron. Era Alejandro.
—Elena… No te dejaré caer. Llora. Pero no calles, no te rindas, no te escondas. Estoy aquí.
Ella hundió el rostro enElena sintió que, por primera vez desde la tragedia, alguien la sostenía sin pedirle nada a cambio.