¡Nunca estás satisfecha con nada!”: mi suegra se vengó de la manera más vil al día siguiente.

—¡Siempre estás descontenta con todo! — le espeté a mi suegra, sin poder contenerme más. Al día siguiente, ella se vengó de la manera más ruin que imaginarse pueda.

Me llamo Maximiliano, aunque todos me dicen Maxi. Ahora vivo en Toledo, casado por segunda vez, con una familia maravillosa y un hijo pequeño. Pero la cicatriz de mi primer matrimonio sigue doliendo, porque allí quedó mi hija. Quedó, y no por mi voluntad.

Conocí a mi primera esposa, Antonia, en segundo año de universidad. Nos acercamos rápidamente, salimos unos meses. Luego empecé a notar que los sentimientos se enfriaban, pero justo entonces ella me dijo que estaba embarazada. Éramos muy jóvenes, y algo dentro de mí susurraba que todo iba mal. Aun así, no quise eludir mi responsabilidad: me casé. Sus padres nos regalaron un piso pequeño como regalo de boda, y los míos pagaron un viaje a la costa.

Pocos meses después nació nuestra hija, Lucía. La amé desde el primer instante. Pero, siendo honesto, no había armonía en aquel hogar. El mayor problema era mi suegra, Marina Sánchez. Vivía en el edificio de al lado y prácticamente se instalaba en nuestra casa. Todo lo criticaba: cómo cargaba a la niña, cómo hablaba con mi mujer, cuánto ganaba. Yo callaba. Durante mucho tiempo. Me esforzaba por Antonia y por Lucía.

Hasta que un día, volví del trabajo, agotado, y en casa me esperaba otro sermón. Marina estaba otra vez insatisfecha. Entonces estallé:

—¡Basta ya! ¿Por qué nunca estás contenta con nada? ¡Ni una sola vez en tu vida has sonreído, ni dicho una palabra amable!

Ella no respondió. Solo dio media vuelta y se marchó. Pensé que quizá, por fin, reflexionaría. Pero ignoraba que al día siguiente me esperaba una pesadilla.

Cuando llegué a casa, la llave no giraba en la cerradura. Junto a la puerta había dos maletas con mis cosas. No entendí al principio. Golpeé, llamé, grité. Desde dentro, la voz de mi suegra me contestó:

—Llévate tus trastos y vete a donde quieras. ¡No volverás a ver a tu mujer ni a tu hija!

Creí que era una broma. Pero no lo era. Antonia ni siquiera salió. Una semana después, presentó el divorcio. Sin explicaciones. Sin darme la oportunidad de hablar. Me quedé sin nada: sin familia, sin respuestas, sin mi niña.

Pasaron los años. Me volví a casar. Mi segunda esposa, Isabel, me dio un hijo. Soy feliz, los amo, atesoro cada instante con ellos. Pero el corazón me duele por Lucía. Cada mes pago la pensión sin falta. Antonia la acepta, pero no me permite verla. Ni fotos, ni llamadas, ni un solo encuentro.

¿Por qué? No lo sé. No fui infiel. No levanté la mano. Solo me cansé y le dije la verdad a su madre.

Y por eso, me borraron de la vida de mi propia hija.

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¡Nunca estás satisfecha con nada!”: mi suegra se vengó de la manera más vil al día siguiente.