Me llamo Lucía, y llevo seis años casada. Mi marido, Javier, es un hombre servicial, trabajador, con manos de oro y un corazón de oro también. Todo iría bien si ese oro no se repartiera a pellizcos entre toda la familia… menos la suya propia.
Javier tiene una parentela amplia. Su madre, un hermano, dos tías, primas hermanas e incluso primos lejanos —todos tienen algún problema que, por alguna razón, solo mi marido puede resolver. Y no dentro de una semana, no en fin de semana… no, ¡ha de ser urgente! De madrugada, justo el día de nuestro aniversario o cuando nuestro hijo tiene fiebre.
Antes de casarnos, sabía que tenía buena relación con su familia, pero la magnitud real de su “lealtad genealógica” me la descubrí al mudarnos a su ciudad natal. Heredamos un piso modesto de su abuela, y sus familiares prometieron ayudarle a encontrar trabajo. Yo, ilusa, di el sí al traslado. Dos meses después, nos casamos.
Al principio, atribuía sus constantes “ve allá, haz esto” a los preparativos de la boda y los arreglos del hogar. Pero luego todo empeoró. Javier podía pasarse la mañana cavando el huerto de su madre, recorrer veinte kilómetros para ayudar a su hermano a arreglar el tejado y, de madrugada, llevar a su tío a la farmacia. Por la mañana, caía rendido, refunfuñando, “Estoy agotado”, y yo intentaba mimarle un poco— desayuno en la cama, silencio, comodidad. Pero en cuanto recobraba algo de energía… ¡ring, ring! Y otra vez a correr.
Me callaba. Aguantaba. Esperaba que aquello pasara. Que entendiera: ahora tenía una familia, un hogar con sus propias necesidades. Pero no. Toda su energía iba para ellos. Yo me las arreglaba sola con la limpieza, el bricolaje, los muebles, los problemas cotidianos. Empapelé yo las paredes. Moví yo los armarios. El fontanero lo llamé yo, porque Javier nunca tenía tiempo.
No armaba escándalos. Hablaba con calma. Le recordaba que era su esposa, no la vecina del quinto. Él asentía, me besaba las manos, me pedía comprensión y casi se ponía a llorar: “Es que no puedo decirles que no”.
Cuando me quedé embarazada, pensé que todo cambiaría. Por fin me sentí importante para él. Me cuidaba, cargaba las bolsas, cocinaba, me acompañaba al médico. Estuvimos más unidos que nunca. Pero al mes… volvió la monotonía. En cuanto se me pasaron las náuseas, otra vez la tía, el hermano, el grifo de su madre que solo Javier podía arreglar.
“Ahora les ayudo yo —se justificaba—, y cuando lo necesitemos, ellos nos ayudarán a nosotros.”
Pero en todos estos años, ni uno solo nos ha echado una mano. Nació nuestro hijo, y Javier se esforzó… durante un mes. Después, otra vez desaparecido. Me despertaba sola, me acostaba sola. Paseaba al niño sola. Él estaba en la obra del tío, haciendo la compra a la tía o ayudando a su hermana a mover un armario. Le llamaban a cualquier hora, y él salía pitando. Se nos estropeó la lavadora, y el primo que es técnico “no encontró hueco” —tuve que llamar a un profesional.
¿Y saben lo que más duele? Cuando se reúne toda la parentela, a Javier lo aplauden: “¡Qué crack! ¡Un tío de oro! ¡Siempre saca a todos del apuro!”. Y yo, a su lado, sonrío con la boca pequeña. Porque ellos ven a un héroe, y yo convivo con un hombre que no tiene ni tiempo ni fuerzas para mí.
He intentado hablar con él. Solo se defiende:
“Todos tus problemas están en tu cabeza. Lo tienes todo. ¿Qué más quieres?”
Pues quiero lo básico: que mi marido esté en casa. Que vea crecer a su hijo. Que nosotros también tengamos “urgencias” a las que no pueda decir “luego”. Que no me sienta como un mueble en la vida del hombre al que quiero.
A veces pienso que soy solo una sombra. La mujer que le pone la cena y lo despasa en silencio hacia su próxima “hazaña”. Y a él, parece que le va bien así.
A mí… ya no tanto.