Madre de Corazón y Amor Verdadero: Una Historia Inolvidable

La madre nombrada y el amor verdadero: una historia que no se olvida

Lucía llegó al pueblo al caer la noche. Al abrir la verja, vio a su madre sentada en el porche con un ovillo de lana entre las manos.

—¡Lucía! —exclamó la mujer, levantándose con esfuerzo—. ¿Por qué no avisaste que venías? ¡Habría preparado tu sopa favorita, la de acederas!

Lucía la miró fijamente y de pronto soltó:

—¿Y tú por qué no me avisaste?

—¿Avisarte de qué? —repitió confundida la madre, sin entender a qué se refería su hija.

Un día antes, Lucía se preparaba para un viaje largamente esperado con sus amigos. Junto a Javier, su amor, ya tenían las mochilas listas. Pero la llamada de su hermana pequeña, Ana, lo cambió todo: su madre podía tener una enfermedad grave. Sin dudarlo, Lucía canceló las vacaciones, compró los billetes y voló a casa.

—¿Quieres que vaya contigo? —preguntó Javier, preocupado.

—No, quédate. Descansa. Solo escríbeme cuando puedas. Y… te echaré de menos —respondió ella en un susurro.

Lucía era fuerte, reservada. Ya conocía el dolor de la traición y un matrimonio fracasado, no por rumores. Por eso no se apresuraba a hablar de Javier con sus padres. Quería estar segura: que esto fuera para siempre.

El viaje fue agotador. Dos transbordos, esperas interminables y, lo peor, una sospecha pesada como plomo. En dos años, Lucía apenas había visitado el pueblo unas pocas veces. Su trabajo la alejaba de su hogar, y cada regreso le costaba más al corazón.

Su madre… no era su madre de sangre. Era su madrastra. Pero Lucía y Ana siempre la llamaban “mamá”. Porque no solo había llegado a sus vidas; había curado a su familia.

En otro tiempo, su verdadera madre los abandonó: infidelidades, fiestas, indiferencia. Su padre intentó salvar el matrimonio, pero al final regresó de trabajar en el extranjero y se llevó a las niñas a casa. Las crió como pudo, pero era difícil. La casa, dos niñas, la escuela, los quehaceres… todo cayó sobre sus hombros.

Hasta que apareció Rosalía. Madre de tres hijos, maestra, atrapada en un matrimonio complicado. Una noche, su hijo menor llegó llorando a casa de los vecinos: “Papá está discutiendo con mamá”. El padre de Lucía intervino. Y unos días después, Rosalía se mudó con ellos.

—¿Y si me caso con la tía Rosalía? —les preguntó a sus hijas.

Ana asintió al instante: —¡Genial! Lucía guardó silencio. No quería compartir la atención de su padre. Pero todo cambió cuando Lucía enfermó gravemente. Rosalía no se apartó de su cama, pasó noches en vela, le sirvió compota con ternura.

—¿Siempre serás así? —susurró Lucía entonces.

—Quizá no pueda reemplazar a su madre… pero jamás les haré daño —respondió Rosalía.

Desde aquella mañana, todo fue distinto. Lucía la aceptó. No como madrastra, ni como una extraña. Como su mamá.

Ahora, años después, volvía con el corazón encogido.

—¿Por qué no me dijiste que estabas enferma? —preguntó Lucía, conteniendo las lágrimas al ver el rostro cansado de la mujer.

—Mañana sabré con seguridad —respondió ella en voz baja—. Pero esta noche, Lucía, estás en casa. Eso ya es felicidad.

La familia se reunió en la mesa como en una fiesta. Todos intentaban disimular la preocupación. Ana ya acabó la universidad, trabaja en una escuela. Pedro ayuda a su padre en el aserradero. Manolo se prepara para estudiar Derecho. Marta, la pequeña, sueña con ser actriz.

Y Rosalía… crió cabras, aprendió a tejer y bromea con que debe prepararse para los nietos:

—Ya tejí tres conjuntos. ¡Esperamos novedades!

Al anochecer, Lucía se sentó con su madre en la cocina. La abrazó y le acarició la mano.

—Mañana será mejor. Lo presiento —dijo.

—Ustedes solo piensan en el trabajo… Probablemente no viviré para ver a mis nietos —suspiró Rosalía.

—Pues no —Lucía sacó el móvil y le mostró una foto con Javier—. Conócele. Este es Javier.

—Qué guapo… Y cariñoso —murmuró Rosalía, leyendo su mensaje: “¿Cómo estás? ¿Quieres que vaya?”

Lucía sonrió. Sí, ahora lo sabía con certeza: era hora de presentarlo a la familia. Él era su persona.

A la mañana siguiente, fueron al hospital. Los resultados fueron buenos. No había enfermedad. Rosalía lloró de alivio, y Lucía la estrechó fuerte:

—No vine en vano. ¡Aún repartiremos conjuntos de lana para los nietos!

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