A veces la gente cree que la familia siempre trae alegría. Que si aparecen con un pastel, los niños y sonrisas, estás obligada a poner la mesa, dejar tus tareas y hacer de anfitriona perfecta. Y si no lo haces, eres una desagradecida, grosera y no sabes mantener relaciones. Pero nadie piensa que detrás de esa falsa cercanía familiar suele esconderse descaro, frescura y puro aprovechamiento.
Esta historia me ocurrió a mí, a Isabel, cuando mi marido y yo acabábamos de mudarnos a Valladolid para empezar una vida nueva.
Alquilamos un piso acogedor en un barrio tranquilo, estábamos ocupados con el trabajo, organizando la casa, y en general evitábamos compromisos innecesarios. No me gustaban las reuniones bulliciosas, y menos aún las comidas familiares con montones de comida y niños gritando. Pero siempre hay alguien que considera tu hogar su casa de verano y a ti, su criada gratuita.
En este caso, fue Lucía, la hermana de mi marido. Al principio todo era amable: venía con su esposo y los niños “a tomar un café”, traía unos mantecados comprados por el camino y, en general, se comportaba con educación. Pero pronto cambió. Lucía empezó a aparecer cada vez más, y nunca avisaba.
—¡Hola! ¿No te importa si pasamos hoy? Pues prepara algo, que llegamos en una hora —esas llamadas se volvieron habituales. Formalmente preguntaba, pero no esperaba respuesta. Los noes no existían. Incluso si le decía que estaba enferma, ocupada o simplemente quería descansar, lo ignoraba.
Y no es que viniera sola. No. Su marido, sus tres hijos revoltosos y a veces hasta su perro. Ni una manzana, ni un zumo… Nada. Se quedaban hasta la madrugada, vaciaban la nevera y se iban dejando una pila de platos sucios y mi paciencia hecha trizas.
Empecé a odiar las fiestas. Cumpleaños, Nochevieja, cualquier día libre se convirtió en un suplicio. Cocinaba, sonreía, aguantaba, limpiaba hasta las tantas y al día siguiente, al trabajo. Mi marido callaba. Evitaba conflictos y decía: “es mi hermana, hay que tolerarla”.
Hasta que un día no pude más. Entendí que si no ponía freno, sería peor. Llamé a Lucía y le dije:
—Lucía, hoy vamos a ir a tu casa. Prepara algo de comer, haz bastante, porque además quiero llevarme algo para luego. Y no olvides algo dulce para los niños, que vienen con mi amiga y tienen hambre.
—Eh… bueno… ¿otro día quizá? —titubeó.
—Ya estamos saliendo. Llegamos en veinte minutos —corté y colgué.
Mi marido, al enterarse, montó en cólera y se negó a participar en mi “provocación”. No insistí. Llamé a mi amiga Marta —que aceptó encantada— y llevé también a sus dos pequeños. Nos dirigimos alegres hacia casa de Lucía.
Vi una sombra tras la cortina. Estaba asomada, pero no abrió la puerta. Ni tras golpear, ni tras llamar. La tela se movió levemente y luego quedó inmóvil. Sonreí.
Marta y yo fuimos a una cafetería. Pedimos pasta, postre y una copa de vino. Nos reímos. Los niños alborotaban, pero por fin sentí paz. Había recuperado mi hogar, mis límites y mi derecho a decidir quién entraría en él.
Desde entonces, Lucía dejó de llamar. Dejó de aparecer. Ni en fiestas ni sin motivo. Mi marido se molestó un poco, pero luego lo asumió. Y yo… respiré aliviada.
Sabéis, no siempre hay que ser buena. A veces, para proteger lo tuyo, hay que marcar un límite. O, al menos, aprender a cerrar la puerta ante quien no llama, sino entra a patadas.
Creo que hice lo correcto. ¿Vosotros qué opináis?