Estoy completamente impactada: mi suegra quiere mudarse con nosotros y planea dejarle su piso a su hija.
Me llamo Natalia, tengo treinta y seis años, estoy casada con Andrés, y llevamos juntos casi una década. Tenemos una hija, Verónica, que pronto cumplirá seis años. Ambos trabajamos, nos esforzamos al máximo y construimos nuestra vida sin molestar a nadie. Pero parece que mi paciencia está a punto de agotarse.
Desde el principio, nuestro matrimonio no contó con apoyo alguno. Nadie nos dio ni un euro para empezar. Al principio, Andrés y yo vivíamos apretados en un piso de alquiler, pagábamos el alquiler y trabajábamos casi sin descanso. Nuestro único objetivo era ahorrar para la entrada de una hipoteca y tener, por fin, un hogar propio. ¿Vacaciones? Ni hablar. Ni siquiera nos permitíamos comprar un jersey nuevo. Todo era estrictamente necesario, todo seguía una lista.
Tras tres años de sacrificios, finalmente compramos un piso de dos habitaciones en el centro. Sí, con una hipoteca. Sí, era una carga pesada, pero era NUESTRO. Estábamos orgullosos. Aún nos quedaban varios años de pagos, pero podíamos respirar más tranquilos. Estábamos felices simplemente porque vivíamos solos. Nadie nos decía cuándo fregar el suelo, qué dar de comer a nuestra hija o dónde guardar los calcetines. Nuestro mundo era nuestro.
Hasta que llegó la tarde que lo cambió todo. Volví a casa después del trabajo, cansada pero contenta, porque me esperaban mi marido y mi hija. Sin embargo, en la cocina también estaba su madre, mi suegra, Marina Vicenta. Parecía animada, como si trajera buenas noticias. Me equivoqué.
—Natalia, he tomado una decisión —anunció con seriedad—. Voy a mudarme con vosotros. Y mi piso se lo dejaré a Vicky.
El mundo empezó a desvanecerse ante mis ojos.
Vicky es la hermana menor de Andrés. Tiene dos hijos, ningún matrimonio formal, deudas constantes y problemas sin fin. Mi suegra siempre la ha consentido. Todo para Vicky, todo por ella. Andrés siempre fue secundario. Y ahora, al parecer, nuestra vida también debía sacrificarse por ella.
Intenté mantener la calma.
—Perdone, Marina Vicenta, pero nuestro piso solo tiene dos habitaciones. Apenas cabemos los tres. ¿Dónde va a dormir usted?
—¡Ay, hija, no te preocupes! —respondió con tono alegre—. Solo vendré por las noches, cenaré y me acostaré. Estaré fuera todo el día. Ayudaré con la niña, limpiaré un poco, te facilitaré las cosas. ¡No voy a dejar a mi hija en la calle con sus niños, si no tiene nada!
¿Y nosotros lo tenemos todo? Durante diez años nos hemos dejado la piel, hemos dormido poco para que nuestra hija viviera en tranquilidad y calor, para tener nuestro propio refugio. No soy de las que se rinden fácilmente, así que le dije claramente:
—Lo siento, pero no estoy de acuerdo. No quiero a nadie entrometiéndose en nuestra casa. Aquí mando yo. Nosotros hemos construido este hogar con esfuerzo.
Mi suegra cambió de actitud. Desaparecieron los “hija” y la “ayuda”. Surgieron acusaciones: que era egoísta, que solo pensaba en mí misma. Que ella, una anciana, no podía abandonar a su hija en la miseria, mientras que yo, claro, solo me preocupaba por mi comodidad.
Andrés… no dijo nada. ¡Nada! Como si no fuera su propia madre la que estaba dispuesta a invadir nuestra paz, y no una vecina pidiendo un poco de azúcar. Lo miré y no lo reconocí. Estaba atrapado entre dos mujeres a las que amaba. Una era su esposa, con quien construía su vida; la otra, su madre, para quien siempre sería el niño de la mochila.
Intenté hablar con él después, cuando estábamos solos, pero solo bajó la mirada y dijo: “No sé qué hacer. No quiero pelearme contigo ni con mi madre”. ¿Y acaso a mí me resulta fácil? ¿Qué hago yo cuando me dicen claramente que solo soy la opción de reserva?
Pero creo que, tarde o temprano, Andrés tendrá que decidir de qué lado está. Estoy harta de vivir como si mi opinión no importara. Tengo derecho a un hogar donde pueda estar en paz, donde no tenga que preocuparme por lo que piense mi suegra, donde mi hija no oiga a su abuela decidir quién es más importante en esta familia.
No sé cómo terminará esto. Pero sé algo con certeza: no entregaré mi casa. No permitiré que destruyan lo que Andrés y yo hemos construido durante años. Incluso si eso significa luchar contra su propia madre.
Al final, la vida nos enseña que los límites no son egoísmo, sino respeto. Y quien no los respeta, jamás merecerá un lugar en nuestro hogar.