Cuando la traición resuena: una historia de amor y perdón

Hoy escribo esta entrada en mi diario con el corazón cargado de recuerdos. Una historia que, aunque pasó hace tiempo, aún resuena en mí.

Lucía estaba arreglando los maceteros en el jardín cuando su vecina Carmen se acercó con aire de complicidad.

—Lucía, ¿no le das de comer a tu Javier? Porque él parece cenar en casa de la señorita Valeria…

Lucía se quedó paralizada. Las manos le temblaron.

—Carmen, ¿qué dices?

—Pues lo que he visto —respondió la vecina, mordiéndose el labio—. Ayer pasé por su casa para hablar de mi hijo. Miré por la ventana y allí estaba tu Javier, sentado a su mesa como si fuera de la familia. Cuando llamé, él se escondió debajo de la mesa.

—No te creo —replicó Lucía, pero notó un escalofrío recorrerle la espalda.

—¿Para qué iba a mentir? Si no me crees, allá tú. Pero luego no te quejes.

Lucía fingió indiferencia, pero la duda se instaló en su pecho. Sobre todo porque Javier llevaba días excusándose para no cenar. “Llego muy cansado del trabajo”, decía. Ni sopa, ni croquetas… nada.

Esa noche, mientras Javier dormía, Lucía no podía cerrar los ojos. Lo observaba a la luz de la luna y luchaba contra sus pensamientos: “No puede ser. No es posible…”

Tres días después, Javier no llegó a casa. La cena se enfrió. Lucía, sin poder contenerse, se echó un chal al hombro y corrió hasta la casa de Valeria.

Al llegar, dudó ante la verja. Silencio. Solo había luz en el recibidor. Pero… ¿qué hacía allí esa chaqueta? Era como la de Javier. Entonces lo recordó: su hija Martita había aprendido a bordar y, orgullosa, le había cosido margaritas en el forro. Con manos temblorosas, Lucía volvió la chaqueta. Allí estaban: las florecitas bordadas, gritando la verdad. El corazón le golpeó como un tambor. Las piernas le fallaron y cayó al suelo, llorando.

Minutos después, apareció Javier, despeinado y avergonzado.

—Lucía… no es lo que piensas.

—¿Qué, das clases particulares de anatomía? ¿O de matemáticas a medianoche? —La voz de Lucía temblaba más de dolor que de rabia—. Yo, tonta de mí, creía que estabas agotado… Y tú cenando con ella. ¡Hasta te escondes como un niño pillado en mentira!

Javier intentó seguirla, pero ella ya corría calle abajo.

—¡Lucía, perdóname! ¡La gente mira!

—¡Que miren! Yo no ando saltando a camas ajenas. No tengo de qué avergonzarme. ¡Ese es tu problema!

Valeria era la maestra del pueblo, una mujer de ciudad que vivía en una casa compartida, contando los días para volver a Madrid. Hasta que un día, el escalón de la entrada se rompió. Javier pasaba por allí, la ayudó y, después, se quedó a tomar café.

Así empezó todo.

Primero, galletas de la tienda. Luego, tortillas. Después, conversaciones hasta tarde. Valeria no sentía nada por él, pero la soledad pesaba. Y él… se sentía halagado. ¡Una maestra, interesada en él!

Pero la verdad salió a la luz.

Lucía lloraba hundida en la almohada. Las niñas, Martita y Lourdes, se arrimaron a ella, llorando también sin entender.

¿Divorcio? ¿Adónde ir? No tenía familia. En el pueblo solo habría chismes. Y el trabajo… mal pagado.

Javier cargó con la culpa. Vivió como un extraño en su propia casa, cocinando y lavando solo. Intentó disculparse, pero Lucía fue implacable.

—Vuelve con tu maestra. Yo no te merezco.

—Lucía… por las niñas…

—¡No las uses de excusa! ¡Ya perdiste ese derecho!

Pasaron dos meses. Terminó el curso. Valeria se marchó. Y en casa, solo quedó un silencio helado.

Agosto. Última semana de verano. Las niñas jugaban en el patio cuando Lucía las llamó.

—Martita, Lourdes… lleven esto a vuestro padre.

Les entregó un pañuelo con comida. Corrieron hasta el campo, donde Javier trabajaba con el tractor.

—¡Papá! ¡Mamá nos dio esto para ti!

Javier bajó de un salto.

—¿Mamá? ¿Lo mandó ella? —preguntó, incrédulo.

—¡Sí! —Martita le entregó el pañuelo—. Hay croquetas y pan.

Javier se sentó, desdobló el pañuelo y olió el pan recién hecho. Los ojos se le llenaron de lágrimas.

—¿Papá, lloras?

—No, es solo el polvo…

Al volver a casa, con un ramo de flores silvestres, se acercó a Lucía.

—Perdóname. Y gracias.

—Si no te hubiera perdonado, no te habría dado de comer —respondió ella, sonriendo por primera vez en meses.

Nueve meses después, nació Antonio. Pequeño, de mejillas rosadas, con los ojos de su padre.

¿Y Javier? Nunca más volvió a cruzar el umbral de otra mujer, ni por sal.

Porque entendió algo: lo que tiene en casa no tiene precio.

**Lección aprendida:** El perdón no borra el dolor, pero puede transformarlo en algo nuevo. A veces, lo que se rompe puede volver a unirse… aunque las cicatrices queden.

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