La felicidad construida sobre el dolor ajeno: cómo un nieto dejó a su abuelo sin hogar

La felicidad en la desgracia ajena: cómo un nieto dejó a su abuelo sin techo

Me llamo Nuria Segovia, y vivo en un barrio tranquilo en las afueras de Burgos. Aquí todos nos conocemos, especialmente a los mayores. Había un anciano entre nosotros, don Vicente de la Vega. Recién cumplidos los ochenta y tres, aún se mantenía activo, a pesar de su delgadez y espalda encorvada. Cada mañana arrancaba su viejo Seat 127 y se dirigía al centro: a por la pensión, a la farmacia o al mercado. Incluso tenía compañera, doña Rosario de la Fuente, veinte años más joven, llena de energía, elegante y de mirada dulce. Paseaban al atardecer cogidos de la mano, como dos adolescentes. Los vecinos los admirábamos y, la verdad, hasta sentíamos un poco de envidia por su felicidad serena.

Pero un día llegó el nieto. Venía de un pueblo cerca de Soria: Alejandro. Un chico aparentemente humilde, veintiocho años, educado, incluso tímido. Explicó que en el pueblo no había trabajo, que era imposible vivir, y pidió quedarse un tiempo con su abuelo. “En cuanto encuentre algo, me busco un piso y traigo a mi novia”, decía. Don Vicente no lo dudó ni un segundo. ¿Cómo negarle ayuda a la propia sangre?

Al principio, todo fue correcto: Alejandro iba a entrevistas, buscaba su camino. El abuelo lo ayudaba en lo que podía: lo alimentaba, lo vestía, hasta le daba dinero para gastos. Doña Rosario recibía menos atención, pero no se quejaba. La familia era lo primero.

Pasaron dos meses. A Alejandro ya no le interesaba trabajar; la pensión del abuelo resultaba demasiado generosa. Le alcanzaba para cigarrillos, taxis y salidas con amigos. Solo su novia, la misma del pueblo, llamaba cada noche: “¿Cuándo me sacas de aquí?” Entonces, decidió actuar: consiguió trabajo como vigilante en un supermercado y cobró su primer sueldo.

Pero lo que vino después heló la sangre. Se acercó a su abuelo con la sonrisa más dulce y le dijo: “Abuelo, quiero vivir contigo legalmente. Firmemos unos papeles para el empadronamiento y, para que todo sea correcto, cédeme la propiedad del piso. Yo te pagaré, todo en regla”. Don Vicente, sin sospechar, firmó.

Una semana después, llegó Lucía, la supuesta novia. Joven, con uñas cuidadas y una mirada caprichosa. Pronto, la pareja anunció que el piso ahora era suyo. Resultó que aquella firma había sido una donación. El viejo palideció. Temblaba de rabia y humillación. No podía creer que su propio nieto le hubiese tendido tal trampa.

Los jóvenes no se anduvieron con rodeos. Le propusieron al abuelo y a doña Rosario mudarse a una vieja casa en el pueblo, “para respirar aire puro”, según ellos. Pero la mujer no era quien creían. Doña Rosario, antigua empleada de una televisora, conocía periodistas, abogados y gente influyente. Armó tal escándalo que el caso salió en las noticias.

Cuando los vecinos supieron la verdad, fueron en masa a comisaría. Presentaron denuncias, testigos y contaron todo cuanto sabían. A los pocos días, agentes tocaron a la puerta del piso. Alejandro supo que su engaño había fracasado. Presionado, renunció al inmueble, hizo las maletas y huyó con Lucía de vuelta al pueblo. Pero no al suyo; allí lo recibieron con desprecio. Hasta su propia madre le dio la espalda.

Don Vicente se quedó en su hogar. Pero la paz tardó en volver. Pasaba horas en silencio, mirando por la ventana. Solo doña Rosario le sostenía la mano y susurraba: “No estás solo, Vicente. Estoy contigo”.

A veces, la traición no viene de fuera. Lleva tu apellido, te llama “abuelo” y te sonríe con ternura, hasta que te lo arrebata todo.

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