Madre Me Bloquea el Camino a Mi Nieto Porque No Quise Ser Niñera de Su Hijo

Mira, te voy a contar lo que me ha pasado, que aún me duele. Yo soy Carmen López, tengo sesenta y tres años, y siempre he intentado ser una madre ejemplar, una mujer recta, sin meterme en vidas ajenas ni dar lecciones si no me las piden. Pero parece que esa actitud fue mi error. Ahora me encuentro en una situación que no le deseo ni a mi peor enemigo: mi nuera me ha puesto de patitas en la calle y mi hijo actúa como si yo no existiera. Todo por un día, por un niño… y por mi negativa.

Cuando mi hijo Javier me dijo que se iba a casar, me alegré mucho. Ya tenía treinta años, era hora de formar una familia. Recé para que encontrara a una buena chica, alguien con quien compartir la vida. Y al principio, su novia Laura me cayó bien: calladita, agradable, parecía tranquila. Eso fue lo que pensé, aunque traía un hijo de un matrimonio anterior. Pero bueno, mientras mi hijo fuera feliz…

Después de la boda, Laura se quedó embarazada. Fue un embarazo complicado, pasó casi nueve meses entre médicos. Su hijo, el mayor, se turnaba entre su padre y la abuela materna. Yo no me metí, no ofrecí ayuda… tampoco me la pidieron. A mi nieto, el que tuvo con Javier, no lo vi hasta cinco meses después de nacer. Antes llamaba para preguntar cómo estaba el bebé, cómo seguía Laura, pero las respuestas eran frías, como de compromiso.

Cuando por fin fui a conocer al pequeño, llegué con regalos, para él y para el hijo mayor de Laura. Lo aceptó sin más, ni una palabra de agradecimiento. No le di importancia, pensé que sería tímido. Al despedirme, le dije a Laura que si alguna vez necesitaba ayuda, que contara conmigo.

Dos semanas después, me llamó. Le dolía una muela y su suegra no podía ir. Me pidió que me quedara con los niños. No me negué. Llegué a su casa en Madrid, escuché sus indicaciones rápidas y me quedé sola con el bebé y su hijo mayor.

Desde el primer momento, el chaval me dejó claro que yo no pintaba nada allí. No me hacía caso, ignoraba cuando lo llamaba, no quería jugar conmigo. Y luego empezó a hurgar en mi bolso. Se lo dije con educación, pero él me soltó: “¡Esta es mi casa y hago lo que me da la gana!” Y me dio una patada. Intenté razonar con él, pero se fue corriendo y al rato volvió con una pistola de agua para mojarme la cara. Perdí la paciencia, se la quité y le reprendí con firmeza.

Más tarde, Laura me pidió que le diera de comer. Le serví un plato de sopa, y el crío empezó a escupirla, embadurnando la mesa y las paredes. No era solo un capricho; era como si no entendiera qué estaba bien o mal. No me habían dicho que tuviera ningún problema, así que al volver Laura, le pregunté sin rodeos: “¿Tu hijo está bien, del todo?”

Me miró como si estuviera loca y me dijo: “Claro que sí”. Yo le expliqué que no volvería a quedarme sola con él, porque me había golpeado, insultado, mojado y registrado mis cosas. Su respuesta fue: “Tendrías que haber sabido manejarlo”.

Me fui de allí. Laura dejó de cogerme el teléfono. Y cuando le pregunté a Javier cuándo podría ver a mi nieto, se puso nervioso y me pasó el móvil a ella. Pero ni siquiera quiso hablar. Le hizo decir a mi hijo que no quería “agobiarme con un niño malcriado”.

Javier escuchó mi versión, le conté todo tal como pasó. Pero para entonces, Laura ya le había llenado la cabeza. Dijo que necesitaba “pensarlo”, y desde entonces, ni una llamada.

Ahora, yo, su madre, su abuela, estoy apartada de mi nieto. Todo por no aceptar ser la canguro gratis de un niño que no conoce las normas. Si Laura le hubiera puesto límites, si le hubiera enseñado que no se pega a los mayores ni se revuelven las cosas ajenas, quizá nada de esto habría pasado. Pero en lugar de eso, solo hay silencio y distancia.

Yo no quería líos, ni peleas. Pero tampoco pienso arrastrarme. Soy madre, soy abuela… y merezco un mínimo de respeto.

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