«Ya no te necesito»: cómo el esposo se fue cuando ella pudo ser madre

Cuando Lucía regresaba del trabajo aquel viernes por la tarde, nunca imaginó que ese día cambiaría su vida para siempre. Al abrir la puerta, como siempre, llamó:

—Cariño, ya estoy en casa.

Silencio. La casa estaba inusualmente callada.

—Qué raro… Debería estar aquí—, pensó la mujer mientras se dirigía al dormitorio.

Empujó la puerta y se quedó paralizada. Javier, su marido, estaba de pie junto a la cama, metiendo sus cosas a toda prisa en una maleta.

—Javier… ¿Qué estás haciendo?— susurró Lucía, incapaz de creer lo que veía.

—Me voy— respondió él con frialdad, sin siquiera mirarla.

—¿Cómo que te vas? ¿Por qué? ¿Qué ha pasado?

—Todo por culpa de tu padre— soltó él, irritado.

—¿Mi padre? ¿Qué tiene que ver él en esto?

Lucía no entendía nada—ni sus palabras, ni su intención, ni lo que ocurría. Mientras tanto, su vida matrimonial, en la que había puesto tanto amor, ternura y paciencia, se derrumbaba ante sus ojos.

Se habían conocido cuando Lucía tenía veintiocho años. Javier era ocho años mayor—seguro de sí mismo, atractivo, experimentado. En aquel entonces, ella creyó haber encontrado al hombre ideal. Familiares, amigos, todo el mundo insistía en que ya era hora de casarse, que el tiempo pasaba y que no era cuestión de esperar. Lucía empezó a ver en cada pretendiente a un posible marido, lo cual asustaba a más de uno.

Pero con Javier fue diferente. Se conocieron por un compañero de trabajo en una cafetería, comenzaron a hablar y todo fluyó. Era educado, atento. Y cuando descubrió que Lucía tenía su propio piso, un coche nuevo de gama alta, un buen puesto en la administración municipal y un padre empresario, de repente se volvió especialmente cariñoso y solícito.

Un año después, celebraron una boda espectacular. Todo lo pagó su padre. Javier no puso objeciones. Al contrario, aceptó encantado el puesto de dependiente en una de las tiendas de su suegro.

Al principio, la vida en pareja parecía un cuento de hadas: viajes al extranjero, cenas, regalos. Solo un detalle lo estropeaba: Javier nunca pagaba. Siempre era Lucía. Al principio no lo notó. Luego empezó a pedírselo. Más tarde, a rogarle.

—¿Por qué tengo que cargar con todo yo sola?— se quejaba con su amiga—. Quiero sentirme cuidada, protegida, como una mujer.

Pero Javier se reía:

—Cariño, no seas tonta. Tenemos una vida estupenda. No le des importancia a esas tonterías.

En el trabajo apenas hacía nada, pasaba el tiempo en el móvil y el dinero que ganaba lo guardaba en su cuenta. Lucía no sospechaba nada.

Hasta que enfermó. Gravemente. Pasó un mes en el hospital. Sus padres la visitaban cada día; Javier, de vez en cuando. Cuando volvió a casa, se llevó un susto: suciedad, platos sin lavar, basura por el suelo.

—¿No has limpiado nada?— exclamó.

—¿Y por qué iba a hacerlo? Eso es cosa de mujeres— respondió él, perezoso.

—¡Pero si he estado enferma, Javier! ¿Y aún así tengo que limpiar yo?

—Bueno, ya estás en casa. Pues limpia.

Lucía, débil y mareada, llamó a un servicio de limpieza. El médico le advirtió: la recuperación tardaría al menos un año. Ni hablar de quedar embarazada.

Cuando, al fin, los médicos le dieron permiso, le contó a su marido con ilusión.

—¿Te imaginas? Ya podemos… ¡Podemos empezar a planearlo!

—Bueno… Ahora estoy ocupado. No es momento— gruñó él, clavado en el mando de la consola. Una nueva videoconsola, regalo pagado con su dinero, era ahora su obsesión.

Pasaron semanas. Seguía esquivando el tema. Hasta que un día soltó:

—Oye, Lucía… Me voy. Y no quiero un hijo contigo.

—¿Qué estás diciendo?

—No te quiero. Ni te he querido nunca. Solo eras cómoda. Piso, dinero, coche. Ahora me aburres. Ya no te necesito.

—Javier, no puedes hacer esto… Has visto cómo he luchado, cómo he esperado…

—Tus problemas, no los míos. Soy libre.

Cerró la maleta de golpe, metió la consola y se marchó.

Lucía no comió, no durmió. Se quedó en el piso, mirando al vacío. Tres días después, llegaron sus padres alarmados. Su padre, al ver a su hija así, apenas pudo contener la rabia.

La llevaron a su casa en las afueras. Javier fue despedido esa misma tarde. Y, poco después, el padre de Lucía logró, mediante conocidos, bloquear la cuenta bancaria de su yerno. Todos sus “ahorros” desaparecieron.

Javier se quedó sin dinero, sin trabajo, sin techo. Solo le alcanzó para alquilar una habitación cutre. No sabía qué hacer.

Mientras, Lucía encontró un nuevo trabajo a los pocos meses. Allí conoció a un hombre llamado Álvaro. No era joven, pero era honesto, tranquilo, y desde el primer momento le mostró respeto y cariño.

Y, seis meses después, un milagro llegó a su vida: dos rayitas en el test de embarazo. Lágrimas, risas, una llamada a sus padres… y una gratitud infinita por haber tenido el valor de decir “basta”.

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