En un acogedor pueblo a orillas del Duero, donde la vida fluye con calma y los vecinos se conocen por sus nombres, nuestra familia enfrentó una prueba que cambió nuestro destino para siempre. Cuando mi esposo, Javier, y yo pedimos una hipoteca para nuestro piso, todo parecía estable. Pero la vida ama los giros inesperados: Javier perdió su trabajo de repente. Yo trabajaba como economista desde casa, pero mis ingresos apenas cubrían la comida para nosotros y nuestros dos pequeños. Los ahorros se evaporaban, y pagar la hipoteca y el parvulario se volvió imposible. Entonces mi suegra, Carmen Álvarez, nos ofreció mudarnos a su amplio piso de tres habitaciones y alquilar el nuestro. A regañadientes, aceptamos.
Carmen no vivía sola: una habitación la ocupaba la hermana de Javier, Lucía, con su pareja, y la tercera era para nosotros. Nuestra habitación era diminuta; apenas cabían una cama, un sofá para los niños y un armario pequeño. Los primeros días fueron tranquilos, pero en cuanto Javier salió a buscar trabajo, comenzó el acoso. Mi suegra y su hija no se guardaban nada: «gorrona», «aprovechada», «mantenida»— esas palabras caían sobre mí como piedras. Apretaba los dientes, pero el dolor de sus palabras me corroía el alma.
¿Yo, una mantenida? Cuando mis padres vendieron su piso, recibí mi parte, y ese dinero fue la entrada de nuestra hipoteca. Pero los insultos eran solo el principio. Carmen y Lucía podían estropear mis cosméticos, vaciar mi champú o «tropezar» y tirar mi ropa al barro. Solo me dejaban lavar a mano para «no gastar luz». Tendía la ropa en el radiador de nuestra habitación porque el balcón era territorio de mi suegra. Con la comida era peor: aunque dábamos dinero para la compra, en cuanto Javier salía, cada bocado me lo reprochaban. El parvulio era mi salvación, donde al menos los niños comían. Evitaba la cocina hasta que él volvía.
Trabajar desde casa era una tortura. Lucía y su pareja ponían música a todo volumen, claramente para fastidiarme. Llevaba auriculares, pero sus risas y gritos traspasaban el ruido. Le rogué a Javier que hablara con ellas, pero solo me pedía paciencia: «El sueldo de prueba es bajo, pero pronto mejorará». Él no veía cómo su madre y hermana convertían mi vida en un infierno, porque delante de él eran encantadoras, arrullando a los niños con dulzura.
Hasta que un día, la verdad salió a la luz. Javier enfermó y se quedó en casa sin avisar. Llevé a los niños al parvulio y, al volver, me encontré con otro ultraje. En el pasillo me salió al paso la pareja de Lucía, un tipo grandullón llamado Raúl. «¡Eh, ve a comprarme cerveza, ahora!», me gritó. Me negué, y él, con palabras soeces, me dijo que no era nadie y que mi sitio estaba en la basura. Cuando intenté pasar, me agarró del brazo y amenazó: «Si no lo haces, te quedarás en el rellano como un perro». En eso, salió Carmen de la cocina. Con una sonrisa venenosa, añadió: «Y saca la basura, ya que no sirves para nada aquí».
Entonces, la puerta de nuestra habitación se abrió de golpe. El rostro de Javier estaba rojo de furia. Carmen se escondió en la cocina, y Raúl palideció, pegándose a la pared. Javier lo agarró por el cuello y lo echó al descansillo como un saco. «Una palabra más contra mi familia, y no me volveréis a ver. ¡Jamás!», dijo, cerrando la puerta de un portazo. Carmen fingió un desmayo, pero él solo le lanzó una mirada helada.
Ese mismo día, llamó a nuestros inquilinos y les pidió que desalojaran el piso antes de fin de mes. Cuando se fueron, volvimos a casa con alivio. Pero Javier quiso ir más lejos. Para cortar todo lazo, vendió su parte del piso a una familia de otra región. Vivir en esa «comunidad» se volvió insoportable para Carmen y Lucía. Al final, cambiaron su parte por un minúsculo estudio en las afueras.
Maldiciéndonos, Carmen borró a Javier de su vida. Ya no llama, no escribe, como si nunca hubiera tenido un hijo. Pero, para mi sorpresa, él solo respiró aliviado. «Envenenaban nuestra vida—dijo—. Ahora, por fin, somos libres». Y sé que tiene razón: nuestro hogar vuelve a ser nuestro refugio, y la sombra del pasado ya no nos alcanza.