Un invitado inesperado en casa
Lucía y Javier estaban sentados a la cabecera de la mesa, radiantes de felicidad. Su boda bullía de alegría: los invitados bailaban y los brindis no paraban. Después de la celebración, los recién casados partieron a un corto viaje de luna de miel, un regalo de los padres de Lucía. Ya tenían un hogar: un acogedor piso heredado de la abuela de Lucía. Pequeño, pero propio, en un buen barrio y con reformas recientes, perfecto para los dos. Al regresar del viaje, subieron con las maletas hasta su puerta. Javier introdujo la llave en la cerradura, pero se detuvo de golpe: la puerta estaba cerrada por dentro. ¡Alguien estaba en su piso! Miró a Lucía, sorprendido, pulsó el timbre y, cuando la puerta se abrió, ambos se quedaron helados.
En el umbral estaba Vicente Herrera, el padre de Javier. “¿Padre? —exclamó Javier—. ¿Qué haces aquí?” Lucía, aún recuperándose del susto, notó que Vicente parecía cansado, con la mirada apagada. “Margarita y yo hemos tenido una discusión —suspiró él—. ¿Puedo quedarme esta noche?” Lucía, desconcertada, asintió: “Claro, Vicente, pase”. Dentro olía a pasta con carne; Vicente había preparado la cena con lo que encontró en el congelador. “Sabía que volveríais hoy”, añadió con timidez.
Lucía y Javier se casaron tras un año de relación. La boda fue animada, y Lucía ya conocía a toda la familia de su marido: Vicente, su padre; Margarita Jiménez, su madrastra, que entró en sus vidas cuando Javier tenía siete años; las tías paternas, Carmen y Rosa; y sus dos hermanastras, Sofía y Patricia. Ambas embarazadas, refunfuñaban durante la celebración, resentidas por tener que quedarse sentadas bebiendo zumo mientras los demás disfrutaban. Lucía intentó ser amable, pero percibía la tensión: Margarita y sus hijas siempre se mantenían al margen, como si Javier no fuese de la familia.
Durante la cena, Vicente contó lo sucedido. Sofía, la hija mayor de Margarita, había dado a luz prematuramente. El bebé estaba bien, pero su marido la había engañado, y ella había vuelto a casa de su madre. Margarita exigió dinero a Vicente para un carrito y una cuna, acusándole de ser responsable de su nieta. “No soy su abuelo —dijo Vicente, amargado—. Y encima me echó. Me quitó la tarjeta mientras dormía”. Lucía escuchaba, sintiendo cómo crecía su indignación. Margarita siempre había sido autoritaria, pero esto ya era demasiado.
Javier frunció el ceño: “Padre, ¿has bloqueado la tarjeta?” Vicente negó con la cabeza: “No se me ocurrió… Ya lo había hecho antes”. Lucía intercambió una mirada con su marido. Sabían que Margarita alquilaba su piso, pero vivía en la casa de Vicente, que en parte pertenecía a Javier por herencia de su difunta madre. “Encima quiere tu parte del piso —continuó Vicente—. Pidió que renunciaras a tu herencia”. Lucía no pudo contenerse: “¿Cómo? ¡Eso es tuyo, Javier!”
Al día siguiente, Margarita llamó a Javier. “Eres un hombre adulto —dijo—. Te has independizado con tu mujer; arreglaos como podáis. Deja tu herencia a tu padre, que a ti no te hace falta”. Javier respondió con frialdad: “Es la herencia de mi madre. No renunciaré a nada”. Margarita pasó a las amenazas: “Si no ayudas a Sofía y no cedes tu parte, ¡me divorcio de Vicente!” Javier se rió: “Será lo mejor que hagas”.
Hablando con su padre, Javier fue directo: “Padre, ¿eres feliz con ella?” Vicente dudó, pero acabó confesando: “Me está usando. Estoy harto”. Javier propuso un plan: firmar una donación para traspasar el piso a su nombre. “Si Margarita se queda, es porque te quiere. Si se va, será su decisión”. Vicente aceptó, y al día siguiente firmaron los papeles. Lucía apoyaba a su marido, aunque algo nerviosa: “¿Y si monta un escándalo?” Javier se encogió de hombros: “Que lo intente”.
Cuando Margarita se enteró, irrumpió en el piso donde se alojaba Vicente. “¡¿Cómo has podido?! —gritó—. ¡Te han engañado!” Vicente respondió con calma: “Tú querías el piso. Ahora es de Javier. Tú tienes el tuyo. Si no me quieres, vete”. Margarita, al ver que perdía el control, hizo las maletas y se marchó, amenazando: “¡Os arrepentiréis!” Pero nadie lo hizo. El divorcio fue rápido; no había nada que repartir.
El piso quedó en manos de Javier, y Vicente se quedó a vivir con su hijo y su nuera. Lucía insistió: “Esta es tu casa, Vicente. Somos familia”. Más tarde, cuando tuvieron hijos, pidieron una hipoteca y se mudaron a un piso más grande, dejando el antiguo para Vicente. Margarita intentó volver, pero él fue firme. “Por fin soy libre”, dijo una noche en la cena, y Lucía sonrió. Su familia se había fortalecido, mientras Margarita se quedó con lo que eligió: ambiciones vacías.