**El Giro del Destino: La Nueva Vida de Lucía**
Lucía freía unas croquetas de pollo en la cocina cuando llamaron inesperadamente a la puerta. Secándose rápidamente las manos en el delantal, fue a abrir. En el umbral había dos desconocidos—un hombre y una mujer, ya mayores, pero serenos en su expresión.
—¿Eres Lucía? —preguntó la mujer, saludando con cortesía—. Somos los padres de Javier. ¿Podemos pasar?
El nombre resonó como un golpe en la cabeza de Lucía. Javier, el mismo que una vez le prometió amor y luego la abandonó al saber del embarazo. Se quedó paralizada un instante, pero asintió y les hizo paso, invitándoles a entrar.
Mientras tomaban una taza de café, la conversación fluyó lentamente. Los padres hablaban de su hijo con tanto cariño que parecía un santo. A Lucía le costaba oírlo; él le había dado la traición más dolorosa. Justo cuando estuvo a punto de pedirles que se marcharan, la mujer dijo:
—Entiéndenos. Hoy en día hay muchos mentirosos y estafadores. No dudamos de tu palabra, pero… —vaciló—. Haz la prueba. Si el niño es realmente nuestro nieto, queremos estar allí. Ayudar, apoyar, ser familia.
Lucía aceptó. Cuando los resultados confirmaron la paternidad de Javier, los visitantes regresaron con regalos: juguetes, ropa, un sobre con dinero… Pero eso no fue todo.
Una semana después, la llamaron. En el encuentro, le entregaron unos papeles: un pequeño piso vacío, sin reformar, pero ahora era suyo, de ella y su hijo. Un regalo. Una sorpresa. Un nuevo comienzo.
Lucía no pudo contener las lágrimas al entrar en ese piso. Un sofá viejo, paredes descascaradas, una lámpara apagada… pero era su lugar, su hogar. Abrió las ventanas de par en par, dejando entrar el aire fresco y la esperanza.
Todo había empezado de otra manera.
Tres años atrás, llegó a Madrid, alquiló una habitación a una señora gruñona y empezó a trabajar en una tienda. Estaba sola, con penas, pero con sueños. Luego conoció a Javier—alto, de manos fuertes, con una sonrisa segura. Parecía que, por fin, había encontrado la felicidad.
Pero cuando le dijo que estaba embarazada, él se convirtió en un extraño en un instante: «¿Estás loca? ¿Qué niño? No es mío. Hazte un aborto». Y se fue.
Lloró toda la noche. La señora que le alquilaba la habitación la escuchó, suspiró y finalmente dijo: «Si decides tenerlo, quédate, no te echo. Pero si no lo tienes, busca otra habitación. Yo no ayudo a matar niños».
Y Lucía se quedó. Dio a luz. Trabajó. Vivió. Todo por su hijo.
Un día, la señora desapareció. Por la tarde, confesó: «Encontré la dirección de los padres de Javier. Fui a verlos. Él murió, ¿te imaginas? Y ni siquiera sabían de ustedes». Lucía lloró en silencio esa noche, comprendiendo que, aunque lo odiaba, en algún rinconcito aún lo quería.
Y así, dos semanas después, sus padres llamaron a su puerta…
Ahora todo era distinto. El piso—pequeño y viejo, pero suyo. La señora, que ahora era una abuela de verdad, los recibía cada día con empanadillas. Lucía trabajaba desde casa y hacía horas extras en una panadería. Su hijo crecía alegre y cariñoso.
Lucía se apoyó en el alféizar, abrazando su taza caliente, y sonrió.
—Abuela, ¿cuándo vamos otra vez a tu casa?
—Pronto, mi cielo. Muy pronto.
A veces, la vida da giros inesperados. Lo importante es no tener miedo de seguir adelante.