Hoy escribo esto con el corazón en la mano.
Lucía estaba arreglando los geranios en el patio cuando su vecina Remedios se acercó con aire de suficiencia.
—Oye, Lucía, ¿es que no das de comer a tu Joaquín? Porque el otro día lo vi cenando en casa de la señorita Rosario…
Lucía dejó el rastrillo. Las manos le temblaron.
—Remedios, ¿qué dices?
—Lo que oyes —contestó la otra, frunciendo los labios—. Anoche fui a hablar con ella de las notas de mi hijo. Me asomé por la ventana y ahí estaba tu Joaquín, tan campante. Cuando llamé, hasta se agachó debajo de la mesa.
—No te creo. Estás inventando —replicó Lucía, pero un escalofrío le recorrió la espalda.
—¿Para qué iba a mentir? Si no me crees, allá tú. Pero luego no digas que no te avisé.
Lucía fingió indiferencia, pero la duda se le clavó como una espina. Sobre todo porque Joaquín llevaba días llegando de la obra diciendo: “No tengo hambre, estoy reventado”. Ni siquiera probaba el cocido o las croquetas.
Esa noche, mientras él roncaba, Lucía no pudo dormir. Lo observó a la luz de la luna, repitiéndose: “No puede ser. No es posible…”.
Al día siguiente, Joaquín no apareció para cenar. La sopa se enfrió en la mesa. Sin poder aguantar más, Lucía se echó el chal por los hombros y salió corriendo hacia la casa de Rosario.
Al llegar al portal, vaciló. Solo una lamparita iluminaba el recibidor. Dentro, silencio. Pero… ¿esa chaqueta colgada no era la de Joaquín? A su hija pequeña, Anita, le había dado por bordar florecitas en el forro. Con el corazón en un puño, Lucía levantó la prenda. Allí estaban: pequeñas margaritas bordadas que le gritaban la verdad. Las piernas le fallaron. Cayó de rodillas en el suelo, llorando a moco tendido.
Minutos después, Joaquín apareció en el pasillo, despeinado y pálido.
—Lucía, esto no es lo que piensas…
—¿Qué, das clases particulares de anatomía? ¿Otra vez repasando las matemáticas a medianoche? —La voz de Lucía temblaba más de dolor que de rabia—. Yo, tonta de mí, creía que estabas cansado… ¡Y resulta que cenabas con ella! ¡Y hasta te escondes como un crío cuando te pillan!
Él intentó seguirla, pero ella ya corría calle abajo.
—¡Lucía, espera! ¡Por Dios, que nos ven los vecinos!
—¡Que miren! Yo no ando metida en camas ajenas. ¡La vergüenza la tenéis vosotros!
Rosario era la maestra recién llegada de Madrid. Desde el primer día, se hizo notar: vestida de punta en blanco, hablando de teatros y cafés. Al pueblo le importaba un comino. Hasta que una tarde, el escalón de su portal se rompió. La vi llorar como una niña. Joaquín, que pasaba por allí, la ayudó. Le arregló el peldaño, aceptó un café… y así empezó todo.
Primero fueron magdalenas de la pastelería. Luego, tortillas con patatas. Después, veladas enteras en su cocina. Rosario no quería a Joaquín, pero el abrazo de la soledad pesaba. Y él… él se sentía importante. ¡Una maresa, interesada en un albañil!
Ahora todo había estallado.
Lucía lloró hasta quedarse sin lágrimas, ahogando los sollozos en la almohada. Las niñas, Anita y Lola, vinieron a abrazarla sin entender nada, contagiadas por su dolor.
¿Separarse? ¿Adónde ir? Sin familia, sin dinero, en un pueblo donde todos murmuraban…
Joaquín cargó con su culpa. Dormía en el sofá, se hacía su propia comida. Intentó disculparse mil veces, pero Lucía era un muro.
—Vuelve con tu maestra. Yo no te merezco, ¿verdad?
—Por las niñas, Lucía…
—¡No me hables de ellas! ¡No tienes derecho!
Pasaron dos meses. Terminó el curso. Rosario se fue sin despedirse, dejando atrás el pueblo y su aventura. En casa, reinaba un silencio helado.
Agosto. Últimos días de verano. Las niñas jugaban en el corral cuando Lucía las llamó:
—¡Anita! ¡Lola! —Les entregó una fiambrera—. Llevadle esto a vuestro padre, que está arando.
Las pequeñas salieron volando. Junto al tractor, Joaquín las vio venir, agitando los brazos como banderas.
—¡Papá! ¡Mamá te manda comida!
Él se quedó paralizado.
—¿…Mamá? —La voz casi no le salió.
—¡Sí! —Anita le entregó el tupper—. Hay tortilla y pan recién hecho.
Joaquín se sentó en la tierra, destapó la fiambrera… y el aroma del pan caliente le llenó los ojos de lágrimas.
—¿Papá, lloras?
—No, hija… es que me ha entrado polvo…
Al caer la tarde, Joaquín volvió con un ramo de amapolas silvestres. Se acercó a Lucía, mirándola a los ojos.
—Perdóname… Y gracias.
—Si no te hubiera perdonado, no te habría dado de comer —respondió ella, con una sonrisa que no usaba desde hacía siglos.
Nueve meses después, nació Javier. Pequeño, regordete, con los mismos ojos oscuros que su padre.
¿Y Joaquín? Jamás volvió a cruzar el umbral de otra mujer. Ni siquiera para pedir sal.
Porque aprendió, por las malas, que en este mundo solo hay un tesoro: el hogar que un día casi pierde.