«Ya no te necesito»: cómo mi marido me abandonó cuando por fin pude ser madre
Era un viernes por la tarde cuando Claudia regresaba del trabajo. No podía imaginar que ese día cambiaría su vida por completo. Al abrir la puerta de casa, como siempre, llamó:
—¡Cariño, ya estoy aquí!
Silencio. La casa estaba inusualmente tranquila.
—Qué raro… debería estar ya aquí —pensó mientras se dirigía al dormitorio.
Al empujar la puerta, se quedó helada. Javier, su marido, estaba junto a la cama, metiendo apresuradamente sus pertenencias en una maleta.
—Javier… ¿qué estás haciendo? —susurró ella, sin poder creer lo que veía.
—Me voy —respondió él con calma, sin levantar la mirada.
—¿Te vas? ¿Por qué? ¿Qué ha pasado?
—Todo por culpa de tu padre —espetó con irritación.
—¿Mi padre? ¿Qué tiene que ver él en esto?
Claudia no entendía nada. Ni sus palabras, ni su actitud, ni por qué su vida matrimonial, en la que había puesto tanto amor y paciencia, se derrumbaba ante sus ojos.
Se conocieron cuando ella tenía veintiocho años. Javier era ocho años mayor, seguro de sí mismo, atractivo y experimentado. En ese momento, le pareció que había encontrado al hombre ideal. Familiares, amigos, todos le insistían en que ya era hora de casarse. Que el tiempo pasaba, que ya no era una niña. Claudia empezó a ver en cada pretendiente a un posible marido, y eso asustaba a más de uno.
Pero con Javier fue distinto. Se conocieron en un café gracias a un compañero de trabajo, empezaron a hablar… y todo fluyó. Era educado, atento. Y cuando descubrió que Claudia tenía su propio piso, un coche nuevo, un buen puesto en el ayuntamiento y un padre empresario… de repente se volvió aún más cariñoso y solícito.
Un año después, celebraron una boda de ensueño. Su padre pagó todo. Javier no puso ninguna objeción. Es más, aceptó encantado un puesto de vendedor en una de las tiendas de su suegro.
Al principio, la vida en pareja parecía un cuento de hadas: viajes al extranjero, cenas, regalos. Pero había un detalle que lo empañaba todo: Javier nunca pagaba nada. Siempre era Claudia. Al principio no le dio importancia. Luego comenzó a pedírselo. Después, a suplicarle.
—¿Por qué llevo yo todo el peso? —se quejaba con su amiga—. Quiero sentirme cuidada, como una mujer.
Pero Javier se reía:
—Cariño, no seas tonta. Lo nuestro va bien. No le des importancia a esas tonterías.
En el trabajo apenas hacía nada, pasaba el día en el móvil y el dinero que ganaba lo guardaba en su propia cuenta. Claudia no sospechaba nada.
Hasta que enfermó. Gravemente. Pasó un mes en el hospital. Sus padres la visitaban a diario; Javier, solo de vez en cuando. Cuando por fin volvió a casa, se llevó un susto: suciedad, platos sin lavar, basura por el suelo.
—¿No has limpiado NADA? —exclamó.
—¿Por qué iba a hacerlo? Eso es cosa de mujeres —respondió él con desgana.
—¡Pero he estado enferma, Javier! ¿Y aún así tengo que limpiar yo?
—Bueno, ya estás en casa. Pues adelante.
Claudia, aún débil, llamó a un servicio de limpieza. El médico le dijo que su recuperación llevaría al menos un año, y que de momento ni pensara en quedarse embarazada.
Cuando, al fin, los médicos le dieron luz verde para ser madre, se lo contó a su marido con ilusión.
—¿Te imaginas? ¡Ya podemos planearlo!
—Ahora no es buen momento —murmuró él, absorto en la videoconsola. Una consola nueva, comprada con su dinero, que ahora era su única obsesión.
Pasaron semanas. Él seguía evadiéndose. Hasta que un día soltó:
—Mira, Claudia… me voy. Y no quiero tener un hijo contigo.
—¿Qué dices?
—No te quiero. Nunca lo hice. Solo era cómodo estar contigo. El piso, el dinero, el coche… pero ya me aburres. No te necesito.
—Javier, no puedes hacer esto… ¡Has visto cómo he luchado, cómo esperaba esto!
—Tus problemas, no los míos. Soy libre.
Cerró la maleta, metió la consola dentro… y se marchó.
Claudia apenas comió ni durmió. Se quedó en el piso, mirando al vacío. Tres días después, sus padres, alarmados, fueron a buscarla. Su padre, al verla así, contuvo a duras penas la rabia.
Se la llevaron a su casa en la sierra. Javier fue despedido esa misma noche. Poco después, gracias a unos conocidos, su suegro logró vaciar su cuenta bancaria. Todos sus “ahorros”… desaparecieron.
Javier se quedó sin un duro, sin trabajo, sin hogar. Apenas tenía para alquilar una habitación. No sabía qué hacer con su vida.
Claudia, en cambio, a los dos meses encontró un nuevo empleo. Allí conoció a un hombre llamado Antonio. No era joven, pero era honesto, tranquilo, y desde el primer momento le inspiró respeto y cariño.
Seis meses después, un pequeño milagro llegó a su vida: dos rayitas en el test. Lágrimas, risas, una llamada a sus padres… y una gratitud infinita hacia sí misma por haber dicho «basta» a tiempo.
*Lección aprendida: Nunca permitas que te usen. El amor no es comodidad, no es interés. El amor verdadero llega cuando menos lo esperas, y siempre, siempre, te hace sentir valiosa.*