Nos sacrificamos en todo para que nuestras hijas no carecieran de nada. ¿De verdad merezco esta indiferencia de mis propias hijas?
Cuando nuestras hijas crecieron y formaron sus propias familias, mi marido y yo respiramos aliviados. Pensamos que por fin podríamos vivir para nosotros, dejando atrás años de lucha por el bienestar familiar. Desde que tengo memoria, vivimos con humildad, trabajando de sol a sol en la fábrica por un sueldo modesto, sin quejarnos jamás. Cada céntimo que ganábamos lo dedicábamos a ellas.
Renunciamos a todo: ni botas nuevas, ni vacaciones… solo para que nuestras niñas tuvieran lo mismo que los hijos de familias acomodadas. Recuerdo contar cada euro con esmero para comprarles ropa decente, buenos libros y apuntarlas en actividades extraescolares. Creímos que, al crecer, estudiarían, tendrían buenos trabajos y la vida mejoraría.
Pero no fue como soñamos. Tras el instituto, ambas siguieron estudiando, y otra vez: pagar, ahorrar, ayudar. Ni un respiro. Estudios, bodas seguidas, luego los nietos… y todo se repitió.
Cuando terminaron sus bajas por maternidad, las dos insistieron en que los niños eran muy pequeños para la guardería. Me rogaron con lágrimas que los cuidara. Ya estaba jubilada, pero seguía trabajando a media jornada porque la pensión no alcanzaba. Mi marido y yo lo hablamos, y dejé el trabajo para ser abuela a tiempo completo. Él, a pesar de su edad, siguió trabajando para cubrir gastos.
Con dos pensiones y su retiro, lográbamos salir adelante. Nuestros yernos habían montado un negocio que ya daba beneficios, pero eso no cambió nada para nosotros. Seguimos ayudando: con dinero, con tiempo, con cariño. Y éramos felices, porque si ellas estaban bien, nosotros también.
Pero todo se rompió en un instante. Una mañana, mi marido salió a trabajar y no volvió. Su corazón no aguantó más. La ambulancia llegó rápido, pero no pudieron salvarlo. Cuarenta y dos años juntos… y de pronto, sola. Enterré no solo a mi amor, sino a mi sostén, mi razón de ser.
Mis hijas, claro, sufrieron. Lloraron, nos acompañaron… pero poco. A las dos semanas, decidieron que los niños ya podían ir a la guardería. Lo dijeron y se fueron. Y yo me quedé en silencio, en un piso vacío, con el corazón destrozado y una mísera pensión.
Fue entonces cuando entendí lo terrible que es sentirse invisible. El dinero se esfumaba: facturas, comida, medicinas… y no llegaba. En una de sus visitas, me atreví a pedirles ayuda. Solo un poco, para pagar los recibos y comprar mis pastillas.
La mayor contestó enseguida que ellos también estaban mal, con préstamos y los niños… La pequeña ni siquiera respondió. Fingió no oírme. Desde entonces, ni llamadas, ni visitas. Como si ya no existiera.
Me pregunto: ¿merecí esta indiferencia? ¿Acaso mis sacrificios, noches en vela, privaciones y cuidados no valen nada? ¿Dónde está esa gratitud y amor del que hablan los cuentos? ¿O acaso eran solo fantasías?
Cada noche miro fotos viejas. Allí estamos mi marido y yo, jóvenes, llenos de ilusión. Las niñas, pequeñas y sonrientes. Éramos felices. Éramos una familia. Ahora solo queda silencio, vacío y amargura.
No sé en qué les fallé. Pero sé una cosa: ya no puedo más. La vida nos enseña, a veces demasiado tarde, que dar todo no garantiza recibir nada. Y que, al final, el amor no se mide en sacrificios, sino en gestos que perduran.