—¡Él no se parece en nada a mí! —gritó en la pantalla el protagonista de una telenovela barata. —¿Estás ciega? ¡Es tu copia exacta!
Víctor esbozó una sonrisa tensa y miró de reojo a su mujer. Fue ella quien propuso pasar la noche con té y la serie. Si alguien le hubiera dicho que esa “telenovela” acabaría destrozando su familia, se habría reído.
—Yo lo entiendo, la verdad —dijo Víctor con frialdad, sin apartar la vista de la tele—. Mis hijos tampoco se parecen a mí. Ni uno. Los cuatro son tu viva imagen. ¿Debería hacerme un ADN?
—Qué gracioso —frunció el ceño Rita—. ¿Qué más se te ocurre?
—Lo digo en serio. Me lo han contado todo. Sé que los niños no son míos.
—¡¿Qué dices?! ¡¿Quién te ha dicho semejante cosa?!
—Un compañero del trabajo. Solo vio nuestra foto y preguntó: «¿Estás seguro de que son tuyos?» Y, sabes, de repente me di cuenta de que no. No se parecen. Ni en físico ni en carácter.
Rita palideció. Su corazón se encogió de dolor, rabia y pánico. Tantos años juntos. Tantos años compartiendo penas, alegrías, enfermedades, exámenes, partos… Y él… Él solo miró una foto y creyó a un extraño.
—¿De verdad crees que te he engañado veinte años? ¿Crees que yo sería capaz de imponerte hijos ajenos? ¡¿Estás en tus cabales?!
—¡Deja de fingir! ¡Tú misma lo ves! ¡Son tus clones! ¿Y yo qué soy para ellos, el tío?
—¿Quién es ella? —preguntó Rita con voz helada—. ¿Esa mujer que te ha metido eso en la cabeza?
—¿Qué mujer? ¡Es un hombre! ¡Un compañero! A él le pasó lo mismo.
—Claro. Y tú, como un crío. El primer soplo de viento y te dejas llevar. ¿Te divorcias?
—Me divorcio —respondió él con calma—. Quiero hacerme la prueba. Si sale que ninguno es mío, punto final. Que en el certificado ponga “padre desconocido”.
Los hijos, al enterarse de que su padre dudaba de su paternidad, dejaron de hablarle. El mayor, que acababa de cumplir dieciocho, juró que nunca más lo llamaría padre. El pequeño, de solo cinco años, lo miraba desconcertado y preguntaba: «Papi, ¿estás enfadado?».
La familia se desmoronaba. Amigos, familiares y compañeros estaban conmocionados. Rita, desesperada; Víctor, terco y sordo a cualquier argumento. ¿La razón? Una chica llamada Lucía, la nueva del trabajo, joven, ambiciosa, con una sonrisa perfecta y modales de cazadora.
—No me malinterpretes —susurró ella a Víctor durante el café—. Pero es raro que tus hijos no hayan heredado nada de ti. Ni rasgos, ni carácter. Aunque claro, eso pasa…
Él primero se enfadó, luego dudó. Al final, creyó. Y llegó el juicio, los análisis, las pruebas. Y cuatro resultados: Víctor Méndez era el padre biológico.
Lucía lloró, pidió perdón, juró que era amor y que no quiso hacer daño. Víctor se casó con ella una semana después del divorcio.
Pero no hubo vida nueva. En el trabajo, lo aislaron. Lo despidieron rápido. A Lucía también. Los amigos le dieron la espalda. Los vecinos lo escupían al pasar. Y pronto, Lucía hizo las maletas y se fue —«no aguantaba la presión»—.
Intentó volver. Llamó a la puerta de siempre.
—Perdona —dijo Rita—, pero ya no nos haces falta. Estamos bien.
Y Víctor se quedó solo. Sin familia. Sin amigos. Sin hijos que, al final, se parecían a él mucho más de lo que jamás imaginó.