La Antigua Maleta

La maleta vieja

Eva salió al porche, irritada, cerrando la verja con tal fuerza que los perros del cobertizo empezaron a ladrar. Otra vez peleando con su abuela. Siempre lo mismo: “Riega las plantas”, “Ayuda con la mermelada”, “Deja ese móvil”. ¡Como si ella, una chica de dieciocho años, no tuviera mejor cosa que hacer en verano!

—¡Eva! Vuelve ahora mismo —le gritó Lidia Alfonso. Pero su nieta ya caminaba por el polvoriento camino del pueblo, sin volver la cabeza. No tenía adónde ir, pero tampoco ganas de regresar.

Llegó hasta el lago, se sentó en la orilla y contempló cómo el sol se escondía tras la arboleda. El rencor la ahogaba: contra sus padres, que se habían ido a trabajar a Alemania y la dejaron sola; contra su abuela, que en vez de dejarla ir a la ciudad, la arrastró a este pueblecito perdido. Eva ya había entrado en la universidad, tenía una vida nueva por delante… y estaba ahí, aguantando botes de conserva en el sótano.

A la mañana siguiente, su abuela llamó a su puerta:

—Eva, ¿me ayudas? Hay que bajar los tarros de cristal al sótano. Yo con estas escaleras no puedo.

De mala gana, Eva se levantó, se lavó la cara y bajó. Los botes pesaban, y la escalera era vieja. Hizo varios viajes. En el último, vio en un rincón una maleta cubierta de polvo, desgastada por el tiempo.

—Abuela, ¿qué es esa maleta en el rincón?

—Ni idea… La dejó tu abuelo, supongo. Desde que él se fue, no he vuelto a bajar.

La curiosidad invadió a Eva. Sin hacer caso a las protestas de su abuela, sacó la maleta a la luz. La tela estaba descascarillada, la cerradura oxidada.

—Déjate de hurgar en esa porquería —refunfuñó Lidia—. Quién sabe qué habrá ahí dentro.

Pero Eva ya revolvía entre camisas viejas, fotos y papeles amarillentos. En el fondo, encontró un sobre bien guardado. Decía: “Para Ana. Perdonar y entender”. La letra era inconfundible: la de su abuelo.

—¿Puedo? —preguntó Eva, mirando a su abuela.

Ella asintió. Eva empezó a leer. La carta era desgarradora. El abuelo Javier pedía perdón a aquella Ana. Hablaba de cuánto la había amado y cómo lo había arruinado todo con sus celos. La fecha era 1969. Su abuela palideció.

—Eso… fue un año después de nuestra boda —susurró.

—Quizá no deberíamos remover el pasado —dijo Eva con suavidad.

—No. Ahora necesito saber. ¿Dónde está ese sitio del que habla, “donde arruiné sus sueños”?

Esa noche, su abuela le pidió que buscara billetes a un pueblo cerca de Valladolid.

—Hazlo, por favor. Tengo que ver esa calle.

Al día siguiente, viajaron juntas en tren. El trayecto fue largo, y su abuela no paró de hablar. De su juventud, de cómo conoció a Javier, de cómo se casó por amor. Pero siempre había tenido la duda de que él no había sido del todo suyo.

Al llegar, tomaron un taxi y fueron a la dirección de la carta. La casa era de madera, bien cuidada. Mientras estaban en la puerta, una voz les habló desde atrás:

—¿Buscáis a alguien? ¿Del centro de jubilados?

Se giraron. Una mujer robusta, de unos ochenta años, con ojos claros, las observaba.

—Buenas tardes. Perdone, ¿conoce a Ana Martín? —preguntó Lidia.

—Es mi hija —sonrió la anciana—. Pero vive en Bilbao desde hace años.

—¿Y a Javier Gutiérrez? Yo soy su viuda…

La mujer, que se presentó como abuela Pilar, las invitó a entrar. Les contó que Javier había estado destinado allí. Ana, su hija, trabajaba como enfermera en la base. Se enamoraron, iban a casarse, pero alguien sembró la mentira de que Ana le había sido infiel. Javier se lo creyó y la dejó. Ana nunca lo perdonó, pero seguía amándolo. Dos años después, iba a casarse con otro. Un mes antes de la boda, llegó la carta de Javier. Pero Pilar la abrió, la leyó… y la devolvió.

—Quería que empezara de cero. Y no me arrepiento. Es feliz. Lo tiene todo. Y tú, Lidia, has tenido una buena vida. Así que todo salió como debía.

Salieron en silencio. Su abuela tenía lágrimas en los ojos.

—¿Y si ella lo hubiera perdonado…? —susurró esa noche en la pensión.

—Abuela, el pasado es pasado —respondió Eva con dulzura—. Fuiste su esposa. Él te quiso. Y tú a él.

Lidia asintió, abrazó a su nieta y, por primera vez en mucho tiempo, sonrió.

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