El teatro municipal en un pueblecito de Castilla era antiguo pero acogedor. Los niños se agolpaban en las butacas, con los ojos fijos en el escenario. Bajo la luz de unos focos desgastados, actuaba Don Rogelio Martínez, un mago anciano conocido por toda la gente del lugar. Su sombrero —ajado por el tiempo pero siempre lleno de sorpresas— se había convertido en toda una leyenda.
No era un artista de circo al uso. Don Rogelio tenía un corazón noble y un alma de niño. Su magia no estaba en los trucos, sino en la esperanza que transmitía. Aquel día, el número final era sacar una gallina viva llamada Clarita del sombrero. El público contuvo la respiración.
—¡Atención! —anunció con voz teatral, extrayendo del sombrero una ave algo despeinada.
Las risas y los aplausos de los pequeños llenaron la sala como una ráfaga de brisa primaveral. Pero cuando Don Rogelio ya iba a despedirse, notó una mirada fija entre el público. No era de alegría ni de juego, sino de profunda atención. La de un niño de unos siete años, sentado en la última fila, observando a la gallina con los ojos muy abiertos.
—Hola, pequeño. ¿Vienes solo? —preguntó el mago, acercándose.
—¿La gallina es de verdad? —susurró el niño con admiración.
—¡Claro que sí! Si quieres, acaríciala. Se llama Clarita.
El chiquillo se acercó con cuidado, pasando la mano por las plumas. Sus ojos brillaban, y sus labios temblaban levemente.
—¿Y no le da miedo estar dentro del sombrero?
—Clarita es valiente. Como tú.
—¡Diego! —llamó una voz.
Una mujer de rostro cansado se acercó apresuradamente.
—¡Pero, Diego, siempre estás metiéndote donde no te llaman! —exclamó, volviéndose hacia el mago—. Perdone. Es un poco especial. Inquieto.
—¿Es su madre? —preguntó Don Rogelio.
—Soy su cuidadora. Perdió a sus padres hace poco… está en el orfanato.
Cuando Diego se marchó cabizbajo, al mago le dio un vuelco el corazón. No podía simplemente olvidarlo.
—Dígame la dirección del orfanato.
La mujer, sorprendida, le dio el nombre de la calle y el número.
Don Rogelio pasó la noche en vela. Recordó cómo, años atrás, tras su divorcio, había perdido contacto con su propio hijo. Y ahora, al mirar a este niño, sintió que el destino le daba una segunda oportunidad.
A la mañana siguiente, llegó al orfanato con una bolsa grande de dulces. Diego estaba en un rincón, alejado del alboroto de los demás. Al ver a Don Rogelio, su cara se iluminó. Y cuando descubrió que había traído a Clarita, saltó de alegría.
Así comenzó su amistad. Primero fueron visitas esporádicas, luego excursiones al zoo, cuentos y películas. Diego se encariñó con él, y Don Rogelio también.
Un día, el mago se armó de valor y habló con Carmen, la cuidadora:
—Me gustaría adoptar a Diego.
—A un hombre solo no se lo permitirán —respondió ella con amabilidad y tristeza—. Así son las leyes.
El mago bajó la cabeza. No sabía que Carmen lo había observado durante todo ese tiempo, y que cada vez que lo veía, su corazón latía con fuerza. Ella también se había enamorado de aquel hombre peculiar, un poco cómico pero bondadoso como un niño.
Una semana después, Diego, sentado en un banco sujetando la pata de Clarita, preguntó en voz baja:
—¿Puedo vivir contigo?
Don Rogelio se quedó quieto. No sabía cómo explicarle los papeles, lo imposible.
Pero el niño, mirándolo con confianza, añadió:
—¿Y si Carmen viene con nosotros? Es buena. Sería tu esposa y mi madre. Así seríamos una familia de verdad.
El mago miró hacia la ventana. Allí estaba Carmen. Y de pronto, comprendió que el niño tenía razón.
Se acercó a ella con el corazón acelerado, mil ideas en la cabeza. Pero no tuvo que decir nada. Carmen lo leyó todo en sus ojos. Ya lo sabía.
Diego corrió hacia ellos y los abrazó.
Y en ese instante, entre paredes viejas, entre el olor a tiza, pintura y jabón barato, nació una familia en el pasillo de un orfanato.
Una familia como las que aparecen en los cuentos.
Pues a veces, la verdadera magia no está en los trucos, sino en encontrar aquellos que convierten nuestro corazón en un hogar.