Hace tres años que vivo en una pesadilla interminable, sin poder despertar. Todo comenzó el día en que mi hijo Diego, un hombre de treinta y cinco años, trajo a nuestra casa de dos habitaciones en Madrid a su nueva esposa, una mujer llamada Lucía, con sus dos hijos de un matrimonio anterior. Al principio dijo que era algo temporal. Temporal. Cuántas veces nosotras, las mujeres, creemos en esa palabra…
Han pasado tres años. En nuestra casa no vive solo una familia, sino un ejército: yo, mi hijo, su mujer, sus dos hijos y… ahora está embarazada de nuevo. Parece que Dios, en mis años de vejez, no me ha concedido paz, ni comodidad, ni un momento de tranquilidad. Seguramente me está castigando por algo.
Lucía no es discapacitada ni está enferma, tiene poco más de treinta años. Pero no quiere trabajar. Dice que está “ocupada con los niños”. Sin embargo, los niños salen cada mañana para la guardería. Lucía no. No va a trabajar. Va de paseo. O a casa de una amiga. O a hacerse las uñas. A dónde exactamente, no lo sé.
Diego al principio me aseguró que regularizarían los papeles, que todo se resolvería, que ella encontraría trabajo y que alquilarían un piso o pedirían una hipoteca. Yo le creí. Soy su madre, siempre tengo esperanza. Pero pasó un año, luego otro, y ya va por el tercero. Nada ha cambiado. Solo que Lucía tiene ahora más barriga.
No puedo decir que sea grosera conmigo. No me falta al respeto, habla con tino. Pero en casa no hace nada. Ni friega el suelo, ni lava los platos, ni cocina. Ni siquiera cuida de verdad a sus hijos: les pone dibujos animados, les da algo en las manos y se pasa el día con el móvil. Por la noche, de ella solo hay silencio, mientras los niños no paran de gritar.
Todo el trabajo de la casa recae sobre mí. Me levanto a las cuatro de la mañana. Trabajo como limpiadora en dos oficinas, friego suelos, vuelvo a casa a las ocho y, sin tiempo ni para un café, ya estoy limpiando, lavando y cocinando. Mientras todos están fuera, yo sola dejo la cocina reluciente, lavo la ropa y preparo la comida. Porque al mediodía mi hijo y su mujer vuelven y hay que darles de comer. Luego, más tareas, la cena, y solo después de las nueve puedo sentarme, por fin. A veces me quedo de pie en la cocina, llorando de impotencia.
Mi pensión se va en la comunidad y la comida. El sueldo de Diego no alcanza para tanta boca. Y Lucía, claro está, está “de baja maternal”. Aunque oficialmente ni siquiera ha empezado.
Hace poco intenté hablar con mi hijo. Le dije que el piso es pequeño, que somos demasiados, que estoy agotada y que mi salud flaquea. Hace poco acabé en el hospital porque la presión se me disparó mientras cocinaba. El médico me prohibió esforzarme demasiado. Él solo se encogió de hombros y me dijo:
—Mamá, aquí no vives sola. El piso también es mío. No nos vamos a ir. No hay dinero. Así que aguanta.
Esa fue toda la conversación.
Esa fue toda su gratitud.
Ese fue todo mi hijo.
Pienso en irme. Pedir un préstamo, endeudarme, pero encontrar un rinconcito para mí. Aunque sea más pequeño, aunque no esté reformado. Solo quiero silencio. Solo quiero estar sola. Porque ya no puedo más. No soportaré que haya otro niño en esta casa. Aquí ya no se vive, aquí se sobrevive.
Ya no vivo. Soy una sirvienta. Una esclava. En mi propia casa. En mi vejez. Y lo más doloroso es que ninguno de ellos, absolutamente nadie, se pregunta cómo me siento. Ellos solo viven. Y esperan a que yo cocine, limpie y me calle.
Quiero gritar, pero aprieto los labios. Ya no puedo más, pero sigo adelante. Porque, si no, habrá suciedad, hambre y frío. Porque soy madre. Porque soy abuela. Porque estoy sola.