Una Nueva Etapa con Miguel
Tengo mi propia casa —espaciosa, con un jardín donde florecen los manzanos y una terraza donde es tan agradable tomar el té en las tardes de verano—. Mis hijos ya son mayores, con sus propias familias y preocupaciones. Yo, Carmen, me quedé sola, pero no solitaria, porque desde hace unos años está Miguel, un hombre con quien quiero compartir no solo las tardes, sino toda la vida. Hace poco decidimos: basta de esperar, es hora de vivir juntos. Además, su hijo Dani acaba de llevar a su novia, Laura, a su piso, y todos estamos listos para comenzar un nuevo capítulo. Estoy nerviosa, pero siento un calor en el pecho, como si tuviera treinta otra vez y la vida empezase de nuevo.
Nos conocimos hace cinco años en un baile para los que “pasamos de los cincuenta”. Fui por curiosidad, con una amiga, y él estaba junto a la pared, con una camisa impecable, sonriendo como un chiquillo. Hablamos, bailamos, y luego me invitó a un café. Desde entonces, no nos hemos separado. Miguel es viudo, crió a su hijo solo, trabajó como conductor y ahora está jubilado, aunque sigue arreglando cosas en el garaje. Es amable, con un humor que me hace reír, y con él me siento viva. Pero nunca habíamos vivido juntos: yo en mi casa, él en su piso, y así nos iba bien… hasta ahora.
Todo cambió cuando Dani anunció que se casaba. Con veintisiete años y trabajando como informático, su novia Laura, dulce pero tímida, se mudó con él. Miguel me lo contó durante la cena, riendo: “Carmen, ¿te imaginas? ¡Esos tortolitos ahora mandan en mi piso! Laura ya ha colgado cortinas nuevas”. Sonreí, pero pensé: ¿y dónde vivirá Miguel? Como si leyera mi mente, añadió: “Quizá sea hora de que compartamos techo. Mi casa ahora es para los jóvenes, y yo quiero estar contigo”. Casi se me cae el tenedor, no de sorpresa, sino porque sonaba tan natural.
Discutimos dónde vivir. Mi casa es más grande, acogedora, y la adoro —cada rincón tiene recuerdos—. Miguel asintió: “Carmen, tu casa es como un cuento, aquí me siento de vacaciones”. Pero noté su inquietud: mudarse era un gran paso. Su piso era su refugio, donde crió a Dani, donde todo era familiar. Yo también tenía dudas: ¿y si no nos adaptamos? Mis hijos viven por su cuenta, y tengo mis rutinas. Pero la idea de despertarme junto a Miguel, tomar café al alba o trabajar juntos en el jardín pesaba más que los miedos.
Al día siguiente, llamé a mi hija para contarle nuestra decisión. Se rio: “Mamá, ¡por fin! Miguel es como de la familia, dejad de hacer novillos”. Mi hijo también me apoyó: “Oye, pero no le pongas a cortar todo el césped, que ya no es un chaval”. Me reí, pero me emocionó su cariño. En cambio, Dani, al enterarse, se quedó pensativo: “Papá, ¿y el piso?”. Miguel le contestó: “Hijo, ahora es vuestro hogar con Laura. Yo empiezo una nueva vida”. Dani lo abrazó, y vi el orgullo en los ojos de Miguel.
Empezamos a preparar la mudanza. Miguel trajo sus cosas —poco, en realidad: un par de maletas, herramientas y una vieja radio que escucha por las noches—. Yo le aparté la mitad del armario y puse su sillón favorito en el dormitorio. Pero lo mejor fue reírnos juntos, planear dónde colgar sus trofeos de pesca. “Carmen —decía—, este lucio irá en el salón”. Yo protestaba: “¡Ni en broma, Miguel, que da mal fario!”. Al final, acabó en su “despacho”, un cuartito donde guarda los aparejos.
A veces pienso: ¿y si no encajamos? A Miguel le gusta el orden; yo dejo tazas por ahí. Adoro las plantas; él dice que “estorban”. Pero luego llega con margaritas del mercado, y sé que todo irá bien. No somos jóvenes, tenemos manías, pero lo importante es querer estar juntos. Una vez me dijo: “Carmen, toda mi vida trabajé, y ahora quiero vivir para nosotros”. Y yo también.
Los vecinos ya han notado que tengo “dueño”. Doña Rosa, la de al lado, me guiñó un ojo: “Carmen, me alegro, que la vida sigue”. Sonrío: que hablen. Lo que importa es que Miguel y yo empezamos algo nuevo. Dani y Laura vinieron el fin de semana, con un pastel, y tomamos té en la terraza, riéndonos como si siempre fuésemos familia. Laura me susurró: “Carmen, gracias por cuidar de papá. Le noto feliz”. ¿Feliz? ¡Yo brillo más que las farolas de la plaza!
A veces miro mi casa y pienso que es más bonita con Miguel. Regamos los manzanos, él arregla la puerta que chirría, y yo horneo su tarta de cerezas favorita. No tenemos veinte años, y habrá discusiones por las cañas de pescar, pero es nuestra oportunidad de ser felices. Mis hijos ya vuelan solos, Dani y Laura construyen su futuro, y nosotros, por fin, vivimos para nosotros. Y creedme, este sentimiento es como primavera en el alma, aunque fuera sea otoño.