Hoy he sentido que todo podría cambiar…
«Mamá y papá vienen este fin de semana», dijo Lucía, intentando que sonara casual mientras jugueteaba con el mantel. «Tienen muchas ganas de conocerte».
Alberto, que estaba untando mermelada de fresa en su pan tostado, se quedó paralizado. Dejó el cuchillo lentamente sobre la mesa.
«Perfecto», respondió, forzando una sonrisa. «Yo… yo también estoy contento. Mucho».
Pero Lucía lo conocía demasiado bien. Notó al instante cómo sus hombros se tensaron, cómo evitaba su mirada.
«Alberto, todo irá bien. Te aceptarán, ya verás», le dijo suavemente, tomándole la mano.
Él sonrió con ironía, pero en sus ojos había inquietud y duda.
«Lucía, tus padres son gente culta, refinada… Y mírame a mí: barba, tatuajes, el pendiente en la oreja. Para ellos, soy la pesadilla de cualquier suegro».
«Para mí eres la persona más buena del mundo», respondió ella con firmeza. «Lo verán, te lo prometo».
La semana pasó entre prisas y preparativos. Lucía limpiaba la casa, repasaba las recetas favoritas de sus padres y lo dejaba todo impecable. Alberto ayudaba en silencio: puso cortinas nuevas, compró flores frescas, pero cada tarde se iba al balcón a fumar, perdido en sus pensamientos.
Llegó el día. Lucía arreglaba nerviosa el mantel por enésima vez. Alberto, vestido con una camisa blanca y las mangas remangadas, se miraba al espejo, alisándose el pelo con cuidado.
Sonó el timbre.
«Voy yo», suspiró él, caminando hacia la entrada.
En la puerta estaban sus padres: Carmen y Javier. Su madre lo miró con los ojos muy abiertos, como si un fantasma se hubiera aparecido. Su padre frunció el ceño, pasando la mirada de sus manos tatuadas al pendiente.
«Hola», dijo Alberto con calma, extendiendo la mano. «Soy Alberto. Un placer».
Su padre, tras una pausa, le estrechó la mano con un gesto cortés. Carmen, al sentir la tensión, tomó la iniciativa:
«Bueno, pasad. Lucía nos estará esperando, ¿no?»
Lucía apareció en la cocina, sonriendo con nerviosismo. Abrazó a sus padres con fuerza y, luego, tomó la mano de Alberto para llevarlos al salón.
La cena transcurrió en un silencio incómodo. Carmen lo observaba como si intentara resolver un enigma. Javier hizo preguntas secas y directas: ¿A qué te dedicas? ¿Cuánto tiempo lleváis juntos? ¿Dónde viven tus padres?
Cuando Alberto mencionó que era veterinario, su madre arqueó una ceja:
«¿Veterinario? Qué curioso. No lo diría por tu aspecto…»
Él asintió:
«Lo sé. La gente siempre se sorprende. Pero los tatuajes no son un diagnóstico».
Un silencio incómodo se instaló, hasta que su padre rompió el hielo:
«¿Y por qué animales?»
Alberto respiró hondo:
«De niño, rescaté a un perro atropellado. Estaba agonizando. Mi madre y yo lo llevamos a una clínica. Fue la primera vez que vi a un médico luchar por la vida de un paciente que no podía hablar… Ahí supe que quería hacer lo mismo».
Javier se suavizó de repente. Empezó a preguntarle por casos de su trabajo y hasta contó cómo una vez sacó a un gato de una alcantarilla.
Para el final de la noche, el ambiente era cálido. Alberto habló de cómo los animales sienten la bondad, de las horas que pasaba cuidando a crías abandonadas.
Cuando sus padres se iban, Carmen se acercó y lo abrazó.
«Gracias por tu sinceridad», susurró. «Estaba… equivocada».
Javier le estrechó la mano con más fuerza:
«Cuida de mi niña. Es única».
Al cerrarse la puerta, Alberto suspiró aliviado:
«Pensé que tu madre iba a empezar a rezar y a echarme agua bendita».
Lucía rio y se acurrucó contra él:
«Yo sabía que les gustarías. Porque eres el mejor».
Quedaron abrazados en silencio, mientras en el alféizar dormía plácidamente un gatito anaranjado—el mismo que Alberto había rescatado meses atrás.
«La vida es rara», musitó él. «Si no fuera por ti, por este pequeño, quizá ni siquiera nos hubiéramos conocido…»
«Ahora tenemos una historia para contar a nuestros hijos», sonrió Lucía.
«Y unos suegros que no me han echado de casa», añadió él.
Y los dos rieron—libres, sinceros, sabiendo que la felicidad está en ser aceptado tal como eres.