No soy el sirviente de mi suegro

No soy la criada de mi suegro

Cuando mi suegra, Carmen López, salió un momento de la cocina, mi suegro, Antonio Jiménez, se giró hacia mí y, con tono de general, me espetó: “Laura, ve a calentarme ese pollo que ya está frío”. Me quedé helada, como si me hubieran puesto una taza fría en las manos en pleno agosto. ¿Acaso me he inscrito en un curso de servicio doméstico sin enterarme? “Don Antonio, no soy la asistenta. Si quiere, puede calentarlo usted”, le dije mientras acariciaba a su gato, Simón, que se enredaba entre mis pies. Él me miró como si le hubiera dicho que el Atlético de Madrid es mejor que el Real (cosas que no se hacen). Yo, por dentro, hervía más que una paella al sol. Aquello no era solo cuestión de pollo, era la gota que colmaba el vaso de vino.

Mi marido, Jorge, y yo vivimos por nuestra cuenta, pero cada domingo vamos a comer a casa de sus padres. Carmen cocina como los ángeles, así que voy encantada: por la comida, los chismes y sus croquetas de jamón, que quitan el hipo. Antonio, en cambio, suele ser como un mueble de Ikea: ocupa espacio y hay que montarlo a base de instrucciones. A veces pide la sal o que le alcances el pan, como si estuvieras en un concurso de servir a primera voz. Nunca le di importancia—cosas de la edad, pensaba—but esta vez se pasó tres pueblos.

Esa tarde estábamos cenando pollo asado con patatas. Carmen, como siempre, iba y venía, llenando los platos como si fuéramos a hibernar, y yo la ayudaba a recoger. Cuando salió al balcón a por la tarta de Santiago, Antonio vio su oportunidad. Yo estaba tranquila, acariciando a Simón, que ronroneaba como una moto vieja, cuando me soltó la orden: “¡Calienta el pollo!”. Al principio creí que me hablaba el televisor. Me miró como si mi destino en la vida fuera apretar botones de microondas. ¡Por favor, si acababa de llegar del trabajo, cansada como una pera, con mi vestido favorito, y encima era domingo!

Mi respuesta lo dejó más descolocado que un torero en un rodeo. Frunció el ceño y masculló algo así como: “Esta juventud no respeta nada”. ¿Respeto? ¿Y el mío? No me importa echar una mano, pero aquello fue un decreto real. Carmen volvió, olió el ambiente más cargado que un cocido madrileño y preguntó: “¿Qué pasa aquí?”. Iba a abrir la boca, pero Antonio me ganó: “Nada, que Laura no quiere ayudar a un viejo”. ¿Ayudar? ¿Ahora calentar el pollo cuenta como acción humanitaria? Respiré hondo y dije: “Carmen, yo ayudo, pero no soy la empleada”.

De vuelta a casa, se lo conté a Jorge. Él, como siempre, restó importancia: “Cariño, ya sabes cómo es mi padre. No es mala gente, solo está acostumbrado a que mi madre lo haga todo”. ¡Vaya consuelo! A él no le tratan como a una camarera. Le dije que no me molestaba ayudar, pero que el tono de su padre sonaba a jefe de estación. Jorge prometió hablar con él, aunque sé que odia los conflictos. “Se lo diré a mamá, ella lo pondrá en su sitio”, añadió. Carmen seguro que me defiende, pero no quiero líos.

Ahora no sé qué hacer. Una parte de mí quiere plantarme: la próxima vez, me quedaré sentada como una estatua hasta que Antonio se caliente él solito el pollo. Pero sé que es una tontería, y a Carmen no quiero disgustarla. Otra opción es hablar claro: “Don Antonio, le respeto, pero no soy su criada”. Pero temo que lo tome a mal, y acabe todo como el rosario de la aurora. Mi amiga Lucía me dijo: “Hazle un chiste, dile que el microondas no muerde”. ¿Chistes? Ahora mismo estoy más para lanzar gazpachos que para reírme.

Recuerdo cuando Antonio era más amable. Al principio, hasta elogiaba mis torrijas y contaba historias de su juventud. Pero ahora parece creer que debo saltar como un resorte cada vez que habla. ¡Pues no! Tengo mi trabajo, mi vida, y voy de visita, no de becaria. Quiero a su familia, pero no pienso aguantar órdenes. Quizá sea la edad o las costumbres, pero no me rebajaré.

Por ahora, opto por ser firme pero educada. La próxima vez, si repite, le sonreiré y diré: “El microondas está en la cocina, Don Antonio”. Y, si hace falta, hablaré con Carmen—ella me entenderá. No busco peleas, pero tampoco ser un felpudo. Su casa es suya, pero yo no soy un mueble más. Que caliente su pollo. Yo, mientras tanto, seguiré acariciando a Simón. Al menos él sí me trata como una persona.

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