En un pueblecito cerca de Segovia, donde los patios antiguos se llenan de geranios, mi vida a los 60 años se ha convertido en un bucle interminable de cocina y limpieza. Me llamo Encarnación Martínez, soy viuda y vivo sola en mi pequeño piso. Mi hija Lucía viene cada día a comer con sus tres hijos, y aunque al principio me encantaba verlos, ahora me siento como su comedor gratuito. Estoy agotada, y sus apetitos y el desorden me sacan de quicio. ¿Cómo poner límites sin ofender a mi hija ni a mis nietos?
**La hija que era mi alegría**
Lucía, mi pequeña, tiene 32 años. Está casada con Javier, y tienen tres niños: Marta (10 años), Pablo (7) y Lola (4). Viven en el bloque de al lado, en un piso de alquiler, y no les sobra el dinero. Javier trabaja de repartidor, Lucía está en casa con la pequeña, y a menudo andan justos. Cuando empezaron a venir a comer, me hacía feliz: cocinar un cocido no es para tanto, y ver a los niños me llenaba de alegría. “Mamá, les encanta tu comida”, me decía Lucía, y yo me derretía.
Mis mañanas eran solo para la cocina: hacía sopa, preparaba croquetas, compraba comida con mi pensión. Creí que sería algo temporal, hasta que se organizaran. Pero los almuerzos se volvieron diarios, y ahora veo que no solo comen, sino que exigen, dejan un reguero y hasta se llevan tuppers. Mi casa es su comedor, y yo, la cocinera a la que nadie da las gracias.
**Los niños que acaban con mi paz**
Puntuales como un reloj, llegan al mediodía. Marta pide jamón, Pablo galletas y Lola se tira al suelo si no le doy chocolate. No soy tacaña, pero mi despensa se vacía más rápido de lo que la lleno. Los niños corretean, gritan, dejan juguetes por todos lados y manchan la mesa. Lucía no recoge, no friega, ni siquiera pregunta si necesita ayuda. “Mamá, a ti te encanta cocinar”, dice, y yo callo, aunque me hierve la sangre.
Últimamente, hasta se llevan comida. “Mamá, ¿puedo llevar unas lentejas? A Javier le gustan”. Asiento, pero el corazón se me hace un nudo. Mi pensión se va en sus comidas, y yo me conformo con pan con aceite. Ayer, Marta derramó la horchata en mi alfombra, Pablo le saltó a la puerta del armario y Lucía se rio: “Vamos, son niños”. Perdí los nervios: “Lucía, esto es mi casa, no un parque de bolas”. Y ella, ofendida: “¿Ahora te molestan tus nietos?”.
**Dolor y culpa**
Los quiero, pero sus visitas me agotan. A los 60, quiero leer el periódico, ir al mercado, no pasarme el día fregando. Mi amiga Carmen me dice: “Encarna, se están aprovechando. Diles que vengan menos”. Pero ¿cómo, si Lucía se pone a llorar? Temo que deje de traer a los niños y los pierda. Javier, su marido, ni me saluda. Como si fuera mi obligación mantenerlos.
Intenté dar indirectas: “¿No podríais comer en casa alguna vez?”. Ella: “Mamá, no llegamos a fin de mes, y los niños tienen hambre”. Sus palabras me clavan, pero luego veo que se compra zapatos nuevos mientras yo me apaño con lo justo. ¿Debo sacrificarme por su comodidad? Mis nietos son mi alegría, pero su caos y la indiferencia de Lucía hacen que me sienta una extraña en mi propia casa.
**¿Qué hago?**
No sé cómo salir de esto. ¿Pedir que vengan menos? Temo que me llamen egoísta. ¿Darles dinero en vez de comida? Mi pensión no da para más. ¿Seguir aguantando hasta que reviente? Quiero ver a mis nietos, pero no cada día, no a costa de mi salud. A los 60 merezco tranquilidad, pero la culpa no me deja en paz.
Las vecinas murmuran: “Encarna, tu Lucía se pasa de lista”. Duele, pero tienen razón. Busco un equilibrio: conservar la familia sin dejarme la piel. ¿Cómo decirle que no soy su restaurante sin herirla? ¿Cómo enseñarle a respetar mis límites sin perder a los niños?
**Mi grito por la libertad**
Esta historia es mi rebeldía. Quizá Lucía no ve cómo me agota. Los niños son niños, pero su desorden me ahoga. Quiero que mi casa vuelva a ser mi refugio, que mis nietos vengan de visita, no a comer. A los 60 merezco descansar, no ser la chef sin sueldo de nadie.
Soy Encarnación Martínez, y encontraré la forma de recuperar mi paz. Aunque tenga que decirle a mi hija la verdad. Dolerá, pero no pienso seguir siendo su nevera abierta.