He caído en desgracia: convertida en esclava de mi familia política

Hoy, mientras el sol se ocultaba tras los campos de La Mancha, sentí que no podía más. Me llamo Lucía Martínez, tengo 28 años, y desde que me casé con Javier hace tres, mi vida se ha convertido en una pesadilla. Lo que comenzó como un sueño de amor en este pequeño pueblo de Toledo, rodeado de olivares y tradición, es ahora una prisión. Soy una esclava en mi propia casa, atrapada entre los mandatos de mi suegra, la indiferencia de mi marido y las expectativas de una familia que solo ve en mí una criada.

El amor que me cegó

Conocí a Javier en la feria de Albacete. Alto, de sonrisa fácil y ojos que prometían protección, me habló de construir un hogar, de criar hijos entre los olivos y el aroma a gazpacho fresco. Yo, una chica de ciudad, me enamoré de su mundo sencillo. Un año después, nos casamos y me mudé a su pueblo. Pero no era el paraíso que imaginaba.

Vivíamos con sus padres, Carmen y Antonio, en una casa grande donde nunca faltaban visitas: tíos, primos, vecinos. Creí que sería acogida como una más, pero desde el primer día, Carmen me dejó claro mi lugar: «Aquí se trabaja, Lucía. Las mujeres de esta familia no somos flojas». Y así, con una sonrisa forzada, empecé a obedecer.

Esclavitud disfrazada de familia

Mi rutina es interminable. Me levanto al alba para preparar el desayuno: café con leche para Antonio, tostadas con aceite para Carmen, y churros para Javier. Luego, friego, barro, lavo la ropa a mano en el patio y atiendo la huerta. A mediodía, llegan los parientes, y cocino paella o cocido para diez personas. Por la noche, recojo los platos mientras ellos ríen en la mesa, como si yo fuera invisible.

Carmen me corrige constantemente: «Así no se limpia el jamón, Lucía», «El suelo está frío, no lo has fregado bien». Antonio no habla, pero su mirada dice: «Aquí mandamos nosotros». Y Javier, en lugar de defenderme, repite: «No discutas con mi madre, ella sabe más». Su silencio me duele más que los gritos. Pensé que sería mi refugio, pero es otro carcelero.

El día que exploté

La semana pasada, tras una cena donde dejaron los platos llenos de migajas y Carmen criticó mi tortilla, grité: «¡No soy vuestra sirvienta!». El silencio fue helado. Entonces Carmen espetó: «Si no te gusta, vuelve a tu ciudad de cristal. Aquí las mujeres trabajan». Javier ni siquiera me miró. Salí al corral, temblando, y entendí: estoy atrapada. No tengo a dónde ir—mi madre vive en Valencia, y no tengo ahorros. Pero quedarme significa morir un poco cada día.

Hasta mi reflejo me delata. Antes llevaba el pelo brillante y sonreía; ahora tengo ojeras y las manos ásperas. Mi amiga Elena, al verme, susurró: «Pareces una sombra. ¿Hasta cuándo aguantarás?». ¿Aguantar? Ya ni siquiera sé si quiero a Javier. Su complicidad con ellos ha matado lo que sentía.

Mi plan secreto

Empecé a guardar euros bajo el colchón—lo que ahorro comprando menos aceite o pan. Quiero alquilar un piso en Cuenca, lejos de aquí. Pero me aterra el qué dirán: «La loca que abandonó a su marido». Y Javier… ¿llorará mi ausencia o solo la falta de alguien que le planche las camisas?

Ayer, mientras pelaba patas con Carmen dictándome cómo hacerlo, juré que escaparé. No soy una esclava. Tengo sueños: quizá trabajar en una floristería, como antes, o vender mis bordados en internet. Pero no me quedaré aquí, donde mi nombre solo se pronuncia para ordenarme algo.

Este diario es mi grito. Caí en la trampa de creer que el amor lo soporta todo, pero Javier y su familia me ven como un mueble más. Ya no puedo. No sé cómo partiré, pero lo haré. A los 28 años, merezco vivir, no sobrevivir. Que mi huida sea mi renacer… o mi perdición.

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