Aquí estoy, metida en un lío, os lo confieso: me he convertido en una esclava en la casa de mi marido.
En un pueblecito perdido de Castilla, donde el viento arrastra el aroma del heno recién cortado, mi vida, que comenzó con amor, se transformó en una esclavitud insoportable. Me llamo Lucía, tengo 28 años, y hace tres que me casé con Javier. Creí haber encontrado una familia, pero en lugar de eso, me convertí en una criada moderna, sirviendo a mi marido, a sus padres y a toda su parentela. Mi alma grita de desesperación y no sé cómo escapar de esta trampa.
### El amor que cegó
Cuando conocí a Javier, tenía 25 años. Era de un pueblo vecino: alto, de sonrisa amable y ojos cálidos. Nos conocimos en la feria comarcal, y su sencillez me conquistó. Hablaba de familia, de hijos, de una vida rural donde todos se apoyaban. Yo, una chica de ciudad, soñaba con ese calor hogareño. Un año después, nos casamos y me mudé a su aldea. No sabía entonces que ese paso sería mi sentencia.
Javier vivía con sus padres, Carmen y Alfonso, en una casa grande. Su hermano mayor y su familia, junto a otros parientes, eran visitas habituales. Creí que me integraría, que sería parte de su mundo. Pero desde el primer día entendí: no esperaban amor de mí, sino trabajo. «Eres joven y fuerte, así que ocúpate de todo», me dijo mi suegra, y yo, tonta, asentí sin entender en qué me metía.
### Esclavitud en lugar de familia
Mi vida se convirtió en una rueda interminable de tareas. Me levanto a las cinco para preparar el desayuno de todos: a Alfonso le gustan las gachas, a Carmen los huevos fritos, y Javier prefiere bocadillos. Luego, limpiar esa casa enorme, lavar la ropa, cuidar la huerta. A mediodía llegan los parientes, y cocino para una multitud: cocido, tortilla, estofado. Por la noche, más cena, más platos, y al final del día, caigo rendida. Así, sin descanso, día tras día.
Mi suegra ordena como un general: «Lucía, así no se pela la patata. Lucía, el suelo está mal fregado». Alfonso calla, pero su mirada dice: «Aquí no vales nada». Los parientes ni siquiera me saludan al llegar; se sientan a la mesa y esperan a que les sirva. Javier, en lugar de defenderme, repite: «No discutas con mi madre, ella sabe más». Su indiferencia atraviesa mi corazón como un cuchillo. Pensé que sería mi protector, pero se convirtió en cómplice de este sistema donde yo soy la sirvienta.
### El momento de la verdad
Hace poco, exploté. Cuando Carmen criticó mi guiso por enésima vez y los parientes dejaron la cocina hecha un desastre, grité: «¡No soy vuestra criada! ¡También soy una persona!». Todos se quedaron callados, y mi suegra contestó fría: «Si no te gusta, vete a tu ciudad. Aquí no te regalan la vida». Javier no dijo nada, y eso me destrozó. Salí al patio llorando y comprendí: estoy atrapada. No tengo adónde ir; en la ciudad no tengo casa, y mi madre está lejos. Pero quedarme es perder lo que soy.
Hasta mi físico ha cambiado. Antes risueña y arreglada, ahora parezco una mujer agotada, con la mirada apagada. Laura, mi amiga, al verme se horrorizó: «¡Lucía, pareces una vieja! ¡Huye de ahí!». Pero, ¿cómo huir si aún quiero a Javier? ¿O ya no? Su silencio mató el amor que me llevó al altar. Me ahogo, y nadie me tiende la mano.
### Un plan secreto
Ahora sueño con escapar. A escondidas, ahorro lo que puedo—unas monedas que resto de la compra. Quiero juntar para un alquiler en la ciudad y huir de esta pesadilla. Pero el miedo me paraliza: ¿qué dirá mi madre, tan feliz por mi boda? ¿Qué será de Javier? ¿Y cómo saldré adelante sola? Temo que mi suegra y su gente me difamen ante el pueblo. Su poder aquí no tiene límites.
Pero ayer, frente a la cocina, escuchando otra reprimenda, me juré: me liberaré. No soy una esclava. Soy joven, tengo fuerzas, y encontraré la salida. Quizá trabaje desde casa como Laura, o retome mi sueño de ser florista. Pero no me quedaré aquí, donde mi vida son solo cacerolas y órdenes ajenas.
### Un grito de libertad
Esta historia es mi llamada de auxilio. Caí en la trampa al casarme con alguien cuya familia solo me ve como una herramienta. Carmen, Alfonso, los parientes… todos creen que debo servirles. Pero ya no puedo más. Javier, a quien amé, es parte de este sistema, y eso me rompe el alma. No sé cómo irme, pero sé que debo hacerlo. A los 28 años, quiero vivir, no sobrevivir. Que mi huida sea mi salvación… o mi final.
**Moraleja:** El amor no debería ser una cadena. Cuando el respeto se pierde, el valor propio debe guiarnos hacia la libertad, aunque el camino sea incierto. Nadie merece vivir entre los muros de la sumisión.