En un pequeño pueblo cerca de Segovia, donde la neblina mañanera envuelve las casas antiguas, mi vida a los 27 años se ha convertido en un servicio sin fin a los caprichos ajenos. Me llamo Lucía, estoy casada con Javier, y en unos meses nacerá nuestro hijo. Pero mi frágil mundo de embarazada se desmorona bajo el peso de mi suegra y su familia, para quienes no soy más que una sirvienta gratuita. Vivimos en un piso de tres habitaciones que pertenece a la abuela de Javier, y se ha convertido en mi maldición.
**El amor que me llevó a la trampa**
Cuando conocí a Javier, yo tenía 23 años. Era cariñoso, con una sonrisa dulce y sueños de formar una familia. Nos casamos al año y estaba en el séptimo cielo. Su abuela, Carmen López, nos ofreció vivir en su amplio piso hasta que nos estabilizáramos. Acepté, pensando que era algo temporal y que construiríamos nuestra vida. Pero en lugar de un hogar, caí en una trampa donde mi único rol es limpiar, cocinar y callar.
El piso es grande, pero se siente pequeño por la gente. Carmen vive con nosotros, y la hermana de Javier, Marina, viene casi todos los días con sus dos hijos. Ellas actúan como si el piso fuera suyo y yo fuera parte del mobiliario. Desde el primer día, mi suegra dejó claro: “Lucía, eres joven, así que ya sabes lo que toca”. Intenté complacerlas, ganarme su cariño, pero su indiferencia y exigencias no hacen más que crecer.
**Esclavitud entre cuatro paredes**
Mi vida es un ciclo interminable de limpiar y cocinar. Por la mañana friego el suelo porque a Carmen no le gusta el polvo. Luego preparo el desayuno para todos: a ella le gusta el porridge, a Javier huevos revueltos, y cuando llega Marina con los niños, toca hacer tortitas o bocadillos. Por la tarde, pelar patatas, cocer lentejas o freír croquetas, porque “los invitados” siempre tienen hambre. Por la noche, montañas de platos y más órdenes: “Lucía, deja las judías listas para mañana”. Mi embarazo, mis náuseas, mis pies cansados… a nadie le importan.
Carmen da órdenes como una generala: “La sopa está muy salada”, “Las cortinas no están bien planchadas”. Marina aporta lo suyo: “Lucía, podrías cuidar de mis niños, estoy ocupada”. Sus hijos, revoltosos y mimados, tiran juguetes, manchan el sofá, y yo recojo porque “somos familia”. Javier, en lugar de apoyarme, dice: “No discutas con la abuela, ya es mayor”. Sus palabras son como una traición. Me siento una esclava en una casa que nunca será mía.
**El embarazo bajo fuego**
Estoy de seis meses, y mi estado no es excusa. Las náuseas no me dejan, me duele la espalda y el cansancio me tumba. Pero mi suegra me mira con desdén: “En mi época paríamos en el campo y seguíamos trabajando”. Marina se ríe: “Ay, Lucía, no exageres, el embarazo no es una enfermedad”. Su frialdad me mata. Temo por mi bebé—el estrés, el agotamiento y el trabajo no pasan sin consecuencias. Ayer casi me caí cargando un cubo de agua, pero nadie preguntó si estaba bien.
Intenté hablar con Javier. Entre lágrimas le dije: “No puedo más, estoy embarazada, esto me supera”. Me abrazó, pero respondió: “La abuela nos da techo, aguanta un poco más”. ¿Aguantar? ¿Hasta cuándo? No quiero que mi hijo nazca en un lugar donde su madre es la criada. Deseo paz, cuidado, amor… pero solo recibo críticas y pilas de platos sucios.
**La gota que colmó el vaso**
Ayer, Carmen soltó: “Lucía, deberías agradecer que vives en mi casa. Trabaja, o te vas”. Marina añadió: “Las nueras deben currárselo, no quejarse”. Me quedé quieta, apretando el trapo, y sentí cómo algo se rompía dentro de mí. Mi hijo, mi salud, mi vida… para ellas no valen nada. Javier, como siempre, calló. Y eso me terminó de hundir. No quiero ser su limpiadora, su cocinera, su sombra.
He decidido irme. Ahorraré, buscaré un alquiler, aunque sea una habitación diminuta. No daré a luz en este infierno. Mi amiga Sofía me dice: “Llévate a Javier y escapa antes de que sea tarde”. Pero ¿y si él elige a su abuela? ¿Y si me quedo sola con mi hijo? El miedo me paraliza, pero sé que no resistiré meses más de esta esclavitud.
**Mi grito de auxilio**
Esta historia es mi clamor por ser tratada como persona. Carmen, Marina y sus exigencias me anulan. Javier, al que amo, se ha convertido en cómplice, y eso me destroza. Mi hijo merece una madre que sonría, no que llore frente a los platos. A los 27 años, quiero vivir, no sobrevivir. Mi huida será difícil, pero lo haré por mí y por mi bebé.
No sé cómo convencer a Javier, de dónde sacaré fuerzas. Pero sé una cosa: no me quedaré en esta casa donde mi embarazo es solo un estorbo. Que Carmen viva en su piso, que Marina busque otra sirvienta. Yo soy Lucía, y elegiré la libertad, aunque me parta el corazón.
**La lección final:** A veces, el amor propio duele más que el miedo, pero es el único camino hacia una vida digna.