Los calcetines rotos de mi hijo

Los calcetines rotos de mi hijo

Cuando mi hijo Adrián y su mujer, Sofía, vinieron a cenar a casa, como siempre puse la mesa como para una fiesta: cocido, croquetas, puré y ensalada, todo lo que le gusta. Pero cuando Adrián se quitó los zapatos en el recibidor, casi me caigo redonda: ¡sus calcetines estaban llenos de agujeros, con los dedos asomando descarados! Me quedé clavada, como si me hubiera caído un rayo. ¿Cómo era posible? ¿Mi hijo, al que crié, vestí y enseñé a cuidar su imagen, andaba así de hecho unos harapos? Y disculpen, pero ¿dónde tenía los ojos su mujer? ¡Esto ya era el colmo! Todavía no me repongo de aquella escena, y necesito desahogarme o explotaré de indignación.

Yo, Carmen López, he luchado siempre para que mi Adrián no careciera de nada. Le cosía camisas, le compraba los mejores zapatos, aunque tuviera que apretarme el cinturón. Creció, se hizo ingeniero, se casó con Sofía, una chica que me pareció encantadora y hacendosa. Viven en su piso, los dos trabajan, en teoría todo marcha bien. No me meto en sus vidas, pero de vez en cuando los invito a cenar para verlos y mimarlos con comida casera. Y luego, ¡zas!, me encuentro con semejante espectáculo. No eran simples agujeros, era un grito de auxilio, una señal de que algo no iba bien en su hogar.

Todo empezó cuando llegaron. Yo, como de costumbre, iba de aquí para allá, poniendo platos, calentando las croquetas. Adrián se quitó los zapatos, y de reojo miré sus pies. Al principio pensé que me lo imaginaba: no podía ser que mi hijo, siempre tan pulcro, llevara semejante desastre. Pero no, eran calcetines que parecían haber sobrevivido a una guerra: agujeros a ambos lados, talones gastados y los dedos fuera, como pidiendo libertad. Me quedé paralizada, hasta se me cayó la cuchara. Sofía, al ver mi cara, soltó una risita: “Ay, Carmen, él es así, le digo mil veces que compre nuevos”. ¿Él? ¿Y tú, cariño, dónde estabas?

Durante la cena no podía concentrarme. Miraba a Adrián comiendo cocido con buen apetito y pensaba: ¿cómo hemos llegado a esto? No lo crié para que pareciera un mendigo. Sofía hablaba de su trabajo como si nada, y no aguanté más: “Adrián, hijo, ¿qué pasa con tus calcetines? ¡Qué vergüenza!”. Se ruborizó y encogió los hombros: “Mamá, bah, son viejos, no he tenido tiempo de tirarlos”. ¿Tiempo? Sofía añadió: “Carmen, él se los pone, yo no controlo su armario”. ¿No controlas? ¿Quién debe ocuparse del marido si no es su esposa?

Intenté contenerme, pero por dentro hervía. Después de cenar, cuando Sofía se fue al salón, le pregunté a Adrián en voz baja: “Hijo, ¿os falta dinero? ¿O no lavas la ropa?” Me apartó el comentario: “Mamá, no empieces, todo va bien. Solo no me di cuenta”. ¿No te diste cuenta? ¡Esos agujeros se ven desde el espacio! Quise hablar con Sofía, pero temí que se riera de nuevo. En vez de eso, abrí mi armario, saqué unos calcetines nuevos que le había comprado para su cumpleaños y se los di: “Toma, póntelos, que da pena verte”. Sonrió, me dio las gracias, pero noté que le daba igual.

Los dejé marchar, pero no pude dormir. ¿Cómo era posible? Sofía trabaja, se cansa, pero ¿es excusa? Yo a su edad trabajaba, cuidaba la casa, a mi marido y a mi hijo. ¿Ella no puede meter tres pares en la lavadora o comprar otros? ¡En cualquier tienda los venden, baratos! ¿O ahora está de moda ir hecho un pordiosero? Sofía siempre impecable, con uñas pintadas, y mi hijo con calcetines rotos. No eran solo calcetines, eran un símbolo. Un símbolo de que a ella le importa un bledo su marido.

Al día siguiente llamé a mi amiga, Dolores, para desahogarme. Me escuchó y dijo: “Carmen, no es asunto tuyo. Son adultos, que se apañen”. ¿Adultos? ¿Quién lo será, si Adrián parece un vagabundo? Dolores añadió: “Quizá Sofía no cree que sea su obligación. Las mujeres ahora son distintas”. ¿Distintas? No me opongo a que trabajen, pero ¿el cuidado básico del marido está pasado de moda? No pido que haga cocido a diario, ¡pero unos calcetines sí pueden arreglarse!

Decidí hablar con Sofía. La invité a un café, sin Adrián. Le dije: “Sofía, perdona que me meta, pero ¿cómo permites que Adrián vaya así? Es tu esposo”. Se sorprendió: “Carmen, es mayor, él elige su ropa. Ya le dije mil veces que compre nuevos”. ¿Mayor? ¿Y tú no ves que va hecho un desastre? Le insinué que una esposa debe ocuparse de eso, pero solo sonrió: “Aquí hay igualdad, yo no controlo su armario”. ¿Igualdad? ¿Cuando uno va roto y otro con zapatos nuevos?

Ahora no sé qué hacer. Una parte de mí quiere comprarle a Adrián una caja de calcetines y lavárselos yo, para que no dé pena. Pero otra parte sabe que no debo meterme. Ellos deben solucionarlo. Le ofrecí ayuda: “Hijo, si os falta dinero, dime”. Se rio: “Mamá, no es eso, son viejos, los tiraré”. ¿Tirarlos? ¿Por qué no ahora? No sé cómo hacer entrar en razón a Sofía. Quizá cree que no es su problema. Pero me duele ver a mi hijo así. Como si no le hubiera enseñado a cuidarse.

Por ahora evito interferir. Los invito a cenar, le paso calcetines nuevos a Adrián, pero por dentro me quemo. No son solo calcetines rotos, son una señal de que algo falla en su matrimonio. Y no sé cómo arreglarlo sin dañar nuestra relación. Pero sé una cosa: mi hijo merece más que ir con los dedos al aire. Y Sofía debería pensar qué significa ser esposa. ¿O eso también debo enseñarle yo?

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MagistrUm
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