Ya no voy a visitar a mis hijos los fines de semana.
Soy una mujer mayor, tengo setenta y dos años, y lo que veo en mi familia me duele y entristece. Por eso he tomado una decisión difícil, pero firme: no volveré a ir los fines de semana a verlos ni a jugar con mi nieto Lucas. Basta. Estoy cansada de sentirme como una invitada que sobra en su casa. Si quieren verme, que vengan ellos a mi casa. Ya no pienso humillarme rogando por encuentros que, al parecer, solo importan para mí. Mi corazón se parte, pero no puedo seguir así. Es hora de respetarme, aunque eso signifique quedarme sola.
Durante años, viví para mi familia. Crié a mi hijo, Javier, y le di todo lo que pude. Cuando se casó con Lucía, me alegré: una buena chica, inteligente, hacendosa. Y cuando nació Lucas, mi único nieto, sentí que revivía. Todos los fines de semana, tomaba el autobús y atravesaba media ciudad para estar con él. Llevaba dulces, le hacía sus magdalenas favoritas, jugábamos, le leía cuentos. Lucas tiene seis años, es vivaracho, curioso, y yo creía que esos momentos eran importantes para todos. Pero con el tiempo, empecé a notar que algo había cambiado.
Todo comenzó hace un par de años. Javier y Lucía se volvieron distantes. Llegaba, y siempre estaban ocupados: hablando por el móvil, metidos en el ordenador. “Mamá, quédate con Lucas, tenemos cosas que hacer”, decía Javier, y yo me quedaba con el niño mientras ellos resolvían sus “asuntos importantes”. Lucía ni siquiera me ofrecía un café a veces. Solo decía: “Isabel, las magdalenas están en la cocina, coge si quieres”. ¿Mis magdalenas? Si las había hecho para ellos, y ahora me las ofrecían como si fuera una extraña. Me callaba para evitar discusiones, pero cada gesto así me hería el alma.
La gota que colmó el vaso fue el mes pasado. Fui un sábado, como siempre, con una bolsa llena de dulces. Lucas se alegró, vino a abrazarme, pero Lucía me miró y dijo: “Isabel, podrías avisar antes. Tenemos planes, íbamos al centro comercial”. ¿Planes? ¿Y yo no formaba parte de ellos? Les propuse llevarme a Lucas para que ellos pudieran ir tranquilos, pero Javier se limitó a decir: “Bah, mamá, quédate con él, volveremos pronto”. ¿Pronto? Regresaron cinco horas después. Yo había cuidado al niño, le había preparado la comida porque la nevera estaba vacía. Cuando volvieron, ni siquiera me dieron las gracias. Lucía solo murmuró: “Oh, ¿sigues aquí? Creíamos que ya te habrías ido”.
Me fui, pero en casa no encontraba paz. Me senté en mi sillón, mirando una foto donde Lucas y yo hacíamos un muñeco de nieve, y lloré. ¿Por qué me siento tan innecesaria? Toda la vida intenté ser buena madre, buena abuela, y ahora me tratan como si fuera la niñera gratis. Recordaba cuando Javier y yo éramos cercanos, cuando me llamaba para contarme sus sueños. Ahora ni siquiera pregunta cómo estoy o cómo va mi salud. Lucía no es mala, pero su frialdad duele. Y entendí: así no podía seguir.
Al día siguiente, llamé a Javier y le dije: “Javier, no iré más los fines de semana. Si quieren verme o que Lucas esté conmigo, vengan a mi casa. Estoy cansada de ser una invitada que no esperan”. Se quedó desconcertado: “Mamá, ¿qué dices? Tú sabes que Lucas te quiere”. ¿Me quiere? ¿Y tú, Javier? No discutí. Solo repetí: “Mi casa está abierta, pero no volveré a ir”. Cuando Lucía lo supo, solo resopló: “Bueno, como quieras, Isabel”. Nada más. Ni una palabra, ni un intento de entenderme.
Ahora paso los fines de semana en casa, y el silencio pesa. Echo de menos la risa de Lucas, sus preguntas, cómo me agarraba de la mano y decía: “Abuela, ¡cuéntame un cuento!”. Pero no puedo seguir insistiendo donde no me valoran. Ya no soy joven, el corazón me falla, las piernas me duelen, y ni siquiera piensan en lo que me cuesta ir hasta allí con las bolsas. Mi vecina, Carmen, cuando se enteró, me dijo: “Isabel, hiciste bien. Que se muevan ellos, que se han acostumbrado a que lo hagas todo”. Pero sus palabras no alivian. Extraño a mi nieto, a mi hijo, incluso a Lucía, aunque sea fría como el mármol.
Han pasado dos semanas, y nadie ha venido. Javier llamó una vez, preguntando si había cambiado de opinión. Le respondí: “Javier, conoces mi dirección”. Farfulló algo sobre estar ocupado y colgó. Dicen que Lucas pregunta por qué su abuela ya no va, y Lucía le contesta: “La abuela está descansando”. ¿Descansando? ¡Si no duermo pensando en mi niño! Pero no cederé. Merezco respeto, no ser la niñera de guardia. Si quieren ser una familia, que lo demuestren.
A veces me culpo: ¿habré sido demasiado dura? ¿Debería aguantar por Lucas? Pero luego recuerdo su indiferencia, y mi determinación vuelve. No quiero ser la abuela a la que solo llaman cuando necesitan ayuda. Quiero ser parte de sus vidas, no la asistenta. Mi casa está abierta, la tetera humeando, las magdalenas en el horno. Pero ahora tienen que dar ellos el paso. Y yo esperaré, por mucho que tarde. O quizá no. Tal vez sea hora de aprender a vivir para mí, aunque duela tanto.