Escándalo en el pueblo por culpa de la hermana
“¿Cómo pudiste echarlas de casa? ¡Si son tu tía Zoe y tu prima Lidia, de tu propia sangre! Ya lo están pasando mal, Lidia se ha divorciado y cría sola a su hijo” — gritaba mi madre, Nina Vicenta, con lágrimas en los ojos. Y ahora, además, corren rumores por el pueblo de que yo, María, soy una desalmada por echar a mi familia a la calle. Los vecinos murmuran, los conocidos me miran de reojo, y yo ya estoy harta de todo esto. No soy un monstruo, ¡tuve mis razones para pedirles que se fueran! Pero ¿quién me escuchará? En el pueblo es más fácil juzgar que entender. Estoy cansada de justificarme, pero no puedo callarme más — tengo que contar lo que pasó.
Todo empezó hace un mes, cuando tía Zoe y Lidia con su hijo Arturo llegaron a nuestra casa. Lidia acababa de divorciarse de un marido que, según ella, “no era ningún santo”. Se quedó sola con Arturo, de cinco años, sin trabajo y sin casa — el piso se lo quedó el exmarido. Tía Zoe, su madre, también decidió mudarse del pueblo a la ciudad porque “en el piso se sentía agobiada”. Me llamaron y pidieron quedarse en casa un tiempo, hasta encontrar donde establecerse. Claro que no les dije que no — son familia. Mi marido y yo vivimos en una casa amplia, tenemos dos hijos, pero hay espacio. Pensé que estarían un par de semanas, y ya. ¡Qué equivocada estaba!
Desde el primer día, tía Zoe actuó como si la casa fuera suya. Movía los muebles porque “así entra mejor la luz”, se metía en la cocina y criticaba mis guisos: “María, ¿cómo vas a hacer la sopa sin laurel?” Yo aguantaba, sonreía, pero por dentro hervía. Lidia, en vez de buscar trabajo o casa, pasaba el día con el móvil o quejándose de lo difícil que lo tenía. Arturo, claro, es un buen niño, pero corría por la casa como un huracán, rompía los juguetes de mis hijos, y Lidia solo se encogía de hombros: “Es pequeño, ¿qué le vas a hacer?” Le ofrecí ayuda — buscarle trabajo, cuidar de Arturo mientras ella iba a entrevistas. Pero respondía: “María, no me presiones, ya bastante tengo”.
A las dos semanas, entendí que no tenían intención de irse. Tía Zoe anunció que quería quedarse en el pueblo para siempre y soltó indirectas de que podríamos “hacerles una ampliación a la casa”. Lidia la secundó: “Sí, María, a vosotros os tocó esta casa por herencia, ¿y nosotros con Arturo qué, vamos a vivir en la calle?” Me dejó helada. ¿Acaso tengo que mantenerlas solo porque son “parientes pobres”? Mi marido y yo llevamos años trabajando para arreglar esta casa, criando a los niños, pagando la hipoteca. ¿Y ahora debo compartir mi espacio con quienes ni siquiera dan las gracias?
Intenté hablar con ellas con calma. Les dije: “Zoe, Lidia, os ayudamos con gusto, pero tenéis que buscar vuestro sitio. No podemos vivir juntos para siempre”. Tía Zoe alzó las manos: “¿María, nos estás echando? ¡Pero si soy tu tía!” Lidia se puso a llorar, Arturo empezó a quejarse, y me sentí la peor persona del mundo. Pero sabía que, si no ponía límites, ellas seguirían viviendo a mi costa. Al final, les di una semana para encontrar casa y les ofrecí pagar el primer mes de alquiler. Pero se ofendieron y se fueron a casa de unos conocidos, diciéndome: “Ya te arrepentirás, María”.
Y ahora el pueblo no habla de otra cosa. Mi madre vino llorando: “María, ¿cómo pudiste? ¡Lidia está sola con un niño!” Intenté explicarle que no las eché, solo les pedí que se hicieran cargo de sus vidas. Pero ella movía la cabeza: “Ya circulan habladurías de que no te importa la familia”. Las vecinas cuchichean, una hasta dijo que “me iba a caer una maldición”. Y a mí me duele. ¡No soy de piedra, las ayudé lo que pude! Pero ¿por qué debo sacrificar mi hogar, mi paz, para que ellas estén cómodas?
Hablé con mi marido, y me apoyó: “María, tienes razón, no somos su sustento. Son adultas, que resuelvan sus problemas”. Pero ni sus palabras me quitan este peso. Me siento culpable, aunque sé que hice lo correcto. Lidia podría encontrar trabajo — en el pueblo hay ofertas, y la ciudad no está lejos. Tía Zoe podría volver a su piso o al menos no actuar como dueña de mi casa. Pero eligieron hacerse las víctimas, y ahora yo soy la villana.
A veces pienso: ¿debería haber aguantado? ¿Darles otro mes, ayudar más? Pero luego recuerdo cómo tía Zoe tiró mis jarrones antiguos porque “estorban”, o cómo Lidia ni se disculpó cuando Arturo rompió nuestra lámpara. No, no puedo vivir así. Mi casa es mi refugio, mi familia. Y no quiero que se convierta en un albergue para quienes no quieren responsabilizarse.
Mi madre dice que debo disculparme y llamarlas de vuelta. Pero no pienso hacerlo. Que hablen lo que quieran, que el pueblo cotillee. Yo sé por qué lo hice, y no me avergüenzo. Lidia y tía Zoe son mi sangre, pero eso no significa que deba cargar con ellas. Deseo que encuentren su camino, pero no a mi costa. Y los rumores… Que sigan. No vivo para los chismes, sino para mi familia. Y punto.