Cocina compartida y nuera perezosa

Cocina compartida y una cuñada indolente

Antonio y yo vivimos en su casa, bueno, no exactamente suya. Aquí también está su hermano pequeño, Pablo, y su esposa, Jimena. Compartimos cocina, compramos comida entre todos, cocinamos por turnos y dividimos los gastos a medias. ¿Suena idílico, no? Pero Jimena, nuestra querida cuñada, parece creer que las tareas domésticas no son cosa suya. Ni friega un plato ni pela una patata; estoy al borde de entregarle una escoba y soltarle: «¡Bienvenida al mundo real!» Aún me contengo, aunque mi paciencia se esfuma más rápido que el aceite en la sartén.

La casa es herencia de los padres de Antonio y Pablo, y cuando nos casamos, decidimos vivir todos juntos. Más económico, además de que la casa es amplia y hay espacio de sobra. No me importó: Pablo es un tipo tranquilo, trabaja en un taller mecánico y casi nunca está en casa. Pero Jimena… Ay, con ella todo es más complicado. Cuando se casó con Pablo, pensé que era timidez, que no quería meterse en los asuntos comunes. Pasaron seis meses, y comprendí: nada de timidez. Jimena es una experta en esquivar cualquier labor. Puede pasarse horas en su cuarto, scrolleando el móvil o pintándose las uñas, mientras yo cocino la cena para los cuatro.

Nuestro sistema es simple: compramos comida a medias y cocinamos por turnos. Antonio y yo cubrimos la mitad de la semana; Pablo a veces hace su famoso revuelto de chorizo, mientras que Jimena… Bueno, su turno consiste en encargar una pizza o poner un yogur en la mesa con un letrero de «cena servida». ¡Y no es solo que no le guste cocinar, sino que ni siquiera friega sus propios platos! Hice cuentas: en una semana, lavo montones de vajilla, y la mitad son sus tazas de café con restos de latte. Cuando le pido que las lave, me mira como si fuera un extraterrestre y suelta: «Ay, Lucía, lo siento, mañana lo hago». ¿Mañana? ¡Ese mañana jamás llega!

Intenté hablar con Antonio. «Toni, tu cuñada nos toma por criados. ¿Puede Pablo hablar con ella?», le dije. Él solo se ríe: «Lucía, no exageres, Jimena no está acostumbrada a las tareas. Es de ciudad, su madre lo hacía todo». ¿De ciudad? ¿Y yo crié vacas en el campo? También crecí en Madrid, pero eso no me impide pelar patatas o fregar el suelo. Cuando le insinué algo a Pablo, se encogió de hombros: «Jimena es así. Si no quiere cocinar, no la obligues». ¿No obligarla? ¿Y quién alimentará a esta tropa si yo también decido «no querer»?

Hace poco ocurrió algo que me colmó la paciencia. Preparé una paella de marisco, auténtica, como le gusta a Antonio. Dos horas frente al fuego, puse la mesa, llamé a todos. Jimena baja, se sirve un plato rebosante y suelta: «Lucía, ¿por qué el arroz está tan seco? Le faltaba más caldo». Casi se me cae el tenedor. ¿Seco? ¿Me pasé dos horas cocinando para que me digan que mi paella «no está bien»? Y ni siquiera me dio las gracias; comió y dejó su plato sucio en la mesa. Perdí los nervios: «Jimena, si no te gusta, cocina tú». Ella solo bufó: «Ay, es que no sé, tú lo haces mejor». ¿Mejor? ¿Ahora soy la chef oficial de la casa?

Empecé a barajar opciones. La primera: declararme en huelga. Dejar de cocinar, limpiar, comprar. A ver qué canta Jimena cuando en la nevera solo quede su yogur. Pero sé que Antonio y Pablo protestarían, y no quiero pelearme con mi marido por ella. La segunda: hablar claro. Decirle: «Jimena, esto no es un hotel. O colaboras o comes fuera». Pero temo que finja no entender o le llore a Pablo, y él me eche la culpa. La tercera: aguantar. Pero eso no va conmigo. No pienso ser la sirvienta en mi propia casa.

A veces fantaseo con mudarnos a un piso solo Antonio y yo. Pero esta casa es su herencia, la adora, y yo también le he tomado cariño: tiene jardín, terraza, es acogedora. No renunciaré a lo nuestro por culpa de Jimena. Incluso probé un truco: repartir zonas en la cocina. «Cada uno se ocupa de su vajilla y sus provisiones». Jimena asintió y siguió bebiendo café en mi taza favorita. Es como si nada la afectara.

Mi amiga Carmen me aconsejó: «Asígnale un día fijo: los miércoles, cena ella, sin excusas». Lo intenté. «Jimena, el miércoles te toca». Pero respondió: «Ay, ese día tengo planes, ¿lo haces tú?» ¿Planes? ¿Pasarse el día en Instagram? Estoy a punto de colgar un calendario en la cocina con letras grandes: «Jimena: cocinas o ayunas». Quizá eso la despierte.

Por ahora, respiro hondo. Cocino, limpio, pero cada vez que veo su taza sucia, imagino entregándole un diploma en «arte del vagabundeo». Antonio promete hablar con Pablo, pero dudo que sirva. Jimena es como un gato: va a su aire, pero come de mi plato. Pero encontraré la manera de ponerle límites. Esta casa es nuestra, y no permitiré que una cuñada indolente la convierta en su zona de confort. Mientras tanto, sueño con el día en que, al menos una vez, lave su propio plato. Los sueños… a veces se cumplen, ¿no?

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