Tres semanas de matrimonio y pensando en el divorcio
Llevo apenas tres semanas casada y ya no puedo más. Quiero pedir el divorcio porque cada día con Alberto se ha convertido en una prueba que me parte el corazón. Mi madre, Carmen López, no para de repetirme: “Lucía, espera, no destruyas tan rápido lo que acabas de construir. Dale tiempo, todo se calmará”. Pero ¿cómo esperar si ya siento que cometí el mayor error de mi vida? Yo amaba a Alberto, creía que seríamos felices, y ahora me pregunto: ¿cómo pude equivocarme tanto?
Cuando Alberto y yo salíamos, todo era un cuento de hadas. Era atento, me regalaba flores, me enviaba mensajes cariñosos y prometía que construiríamos la familia que siempre soñé. Lo veía como el hombre con el que quería criar hijos, viajar y reírnos de tonterías. Nuestra boda fue hace tres semanas—preciosa, con vestido blanco, bailes hasta el amanecer y brindis por el amor eterno. Mientras lo miraba, pensé: “Ahí está mi felicidad”. Pero en cuanto empezamos a vivir juntos, el cuento se convirtió en pesadilla.
Las primeras señales aparecieron al día siguiente de la boda. Volvimos de una breve luna de miel, y Alberto, en lugar de ayudarme a deshacer las maletas, se tumbó en el sofá con el móvil. “Lucía, estoy cansado, hazlo tú”, soltó. Lo dejé pasar, pensando que estaría agotado. Pero después se volvió la norma. No lava los platos, deja los calcetines tirados y, si le pido ayuda, responde: “Eres mi mujer, es tu trabajo”. ¿Mi trabajo? Yo también trabajo, llego a casa igual que él, y aún así cocino porque “no le gusta la comida a domicilio”. Pensé que el matrimonio era un equipo, no servir a alguien.
Y hay más. Alberto empezó a mostrar un carácter que no conocía. Se irrita por todo: si dejo una taza en la mesa, si le pido sacar la basura, si quiero hablar de algo importante. Ayer intenté hablar de nuestros planes—ahorrar para un coche, celebrar nuestro aniversario—y me cortó: “Lucía, no me agobies, ya tengo bastante”. ¿Bastante con qué? ¿Con estar en el sofá mirando redes? Lo miro y no reconozco al hombre que juró amarme eternamente.
Lo que más duele es cómo me trata. Antes de ayer, cociné cansada después del trabajo, y entró en la cocina para decir: “No es igual que el cocido de mi madre”. Casi le lanzo el cucharón. ¿No es como el de su madre? ¡Pues que vaya con ella! Yo me esforzaba por agradarle, y ni un gracias. Encima añadió: “Y podrías cuidarte más, con esa bata pareces mi abuela”. Fue la gota que colmó el vaso. ¿Tres semanas de casados y ya critica mi aspecto? Me encerré en el dormitorio y lloré hasta tarde. No por sus palabras, sino porque entendí: ese no es mi Alberto. Es un desconocido con el que no quiero vivir.
Llamé a mi madre y le conté todo. Carmen escuchó y dijo: “Lucía, el matrimonio es trabajo. Os estáis ajustando, él cambiará y tú también. No corras hacia el divorcio”. Pero ¿qué cambio? No veo esfuerzo en él. No se disculpa, no ayuda, no me valora. Me siento como una criada, no como una esposa. Mamá dice que soy demasiado sensible, que todas las parejas pasan por esto. Pero yo no quiero “pasarlo”. Quiero estar con alguien que me respete, no con quien cree que debo servirle.
Esta mañana, le dije a Alberto: “Si esto sigue así, pediré el divorcio”. Me miró como si bromeara y respondió: “Venga ya, Lucía, no exageres. No es para tanto”. ¿No es para tanto? Quizás para él, pero para mí es un infierno. Ya no me reconozco. ¿Dónde está esa chica alegre y segura que bailó en su boda? Ahora solo intento complacer a alguien que ni siquiera parece importarle.
Empiezo a considerar el divorcio en serio. Sé que será duro—explicárselo a la familia, repartir las cosas, empezar de cero. La gente murmurará: “Tres semanas casada y ya divorciada. ¿Qué clase de esposa es esa?”. Pero me da igual. No quiero vivir con quien me hace infeliz. Soñaba con una familia, no con ser una sirvienta. Y si Alberto no cambia, me iré. Prefiero estar sola que con alguien que no me valora.
Aunque, en el fondo, aún espero. Tal vez mi madre tenga razón y sea solo la adaptación. Tal vez Alberto entienda que me está perdiendo y se esfuerce. Me doy una semana. Si nada mejora, iré al abogado. Mientras tanto, resisto, aunque cada día con él es una batalla. Miro nuestra foto de boda y pienso: ¿dónde está el hombre que me prometió felicidad? ¿Cómo pude equivocarme así? Pero una cosa sé: merezco algo mejor.
El amor no debe costar lágrimas, sino sumar alegrías. Si no es así, no vale la pena.