No quiero, pero recojo mis cosas y voy con mi hijo a casa de mi madre

No me apetece nada, pero hago las maletas y me voy con mi hijo Daniel a casa de mi madre, Irene Fernández. Todo porque ayer, mientras paseaba con el niño, mi marido Sergio, nada menos, decidió mostrar hospitalidad y alojó en nuestra habitación a unos parientes: su prima Olga, su marido Constantino y sus dos hijos, Lucía y Mateo. Lo más indignante fue que ni siquiera se molestó en consultarme. Simplemente me dijo: “Tú y Daniel podéis quedaros en casa de tu madre, allí hay espacio”. Todavía estoy en shock ante tanta desfachatez. ¿Esta es nuestra casa, nuestra habitación, y ahora tengo que hacer las maletas y ceder el sitio a extraños? No, esto ya es demasiado.

Todo empezó cuando volví a casa después del paseo con Daniel. Él, como siempre, estaba cansado y caprichoso, y yo solo soñaba con acostarlo y tomarme un té en silencio. Entro en el piso y me encuentro con un auténtico caos. En nuestro dormitorio, donde dormimos Sergio, Daniel y yo, ya estaban instalados Olga y Constantino. Sus hijos, Lucía y Mateo, correteaban por la habitación tirando juguetes por todos lados, mientras mis cosas —mis libros, mi maquillaje, incluso mi portátil— estaban apiladas en un rincón, como si ya no viviera allí. Me quedé paralizada y le pregunté a Sergio: “¿Qué es esto?” Él, con una calma indignante, como si hablara del tiempo, me contestó: “Han venido Olga y su familia, no tenían donde quedarse. Pensé que tú y Daniel podríais iros a casa de Irene Fernández, allí hay sitio de sobra”.

Casi me ahogo de la rabia. Primero, ¡esta es nuestra casa! Sergio y yo pagamos este piso juntos, lo decoramos, elegimos los muebles. ¿Y ahora tengo que irme porque a sus parientes les apeteció pasar unos días en la ciudad? Segundo, ¿por qué no me lo preguntó? Quizá hasta habría accedido a ayudar, pero al menos podríamos haberlo hablado. Pero no, me soltó el hecho consumado. Olga, por cierto, ni siquiera se disculpó. Solo sonrió y dijo: “Ana, no te preocupes, solo serán un par de semanitas”. ¿Un par de semanitas? ¡Ni siquiera quiero que toquen mis cosas durante un solo día!

Constantino, el marido de Olga, ni habla. Se sienta en nuestro sofá, bebe café de mi taza favorita y asiente cuando su mujer habla. Y los niños son otro tema. Lucía, de seis años, ya ha derramado zumo en nuestra alfombra, y Mateo, de cuatro, ha decidido que mi armario es un maravilloso escondite. Intenté insinuar que esto no es un hotel, pero Olga solo se rió: “¡Ay, son niños, qué le vamos a hacer!”. Claro, y la que tiene que limpiar después, supongo que soy yo.

Intenté hablar con Sergio a solas. Le dije que me dolía que tomara esa decisión sin mí, que Daniel necesita estabilidad, su espacio, su cuna. Llevar a un niño de tres años a casa de mi madre, donde dormirá en un sofá-cama, no es solución. Pero Sergio solo encogió los hombros: “Ana, no exageres. Son familia, hay que ayudar”. ¿Familia? ¿Y Daniel y yo no lo somos? Me enfurecí tanto que casi rompo a llorar. En vez de eso, me puse a hacer las maletas. Si cree que voy a aguantar esto en silencio, está muy equivocado.

Cuando mi madre, Irene Fernández, se enteró de lo ocurrido, se puso furiosa. “¿Ahora Sergio decide quién vive en vuestra casa? —vociferó por teléfono—. Venid, Anita, os recibiré a ti y a Dani, y luego ya arreglarás las cosas con tu marido”. Mi madre tiene mucho carácter, estaba lista para venir y echar a los invitados no invitados. Pero de momento no quiero líos. Solo quiero que mi hijo esté cómodo y poder pensar con calma qué hacer.

Mientras meto las cosas de Daniel en la maleta, no dejo de darle vueltas a todo. ¿Cómo es posible que Sergio nos borrara así, tan fácil, de nuestra propia vida? Siempre he intentado ser una buena esposa: cocinar, limpiar, apoyarle. Y él ni siquiera pensó en cómo me sentiría al ver a desconocidos en nuestro dormitorio. Y lo peor: ni siquiera se disculpó. Solo dijo: “No montes un drama de la nada”. Pues lo siento, Sergio, pero esto no es un drama pequeño, es un elefante entero sentado en mi cama.

Ahora voy camino de casa de mi madre, y, la verdad, me alivia un poco. En casa de Irene siempre hay un ambiente acogedor, huele a bizcochos recién hechos, y a Daniel le encanta jugar en su pequeño jardín. Pero no pienso dejar las cosas así. He decidido que, cuando vuelva, tendré una conversación muy seria con Sergio. Si quiere que seamos una familia, debe respetarme, respetar a nuestro hijo. Olga y Constantino que busquen un apartamento u hotel. No me opongo a ayudar, pero no a costa de mi comodidad ni sin mi permiso.

Mientras guardo los juguetes de Daniel, él me mira con sus ojos grandes y pregunta: “Mamá, ¿vamos a casa de la abuela para siempre?”. Lo abrazo y le digo: “No, cariño, solo unos días. Luego volveremos a casa”. Pero en el fondo sé que solo regresaré cuando esté segura de que es nuestro hogar de verdad, y no un albergue para familiares ajenos. Y que Sergio tendrá que decidir qué le importa más: su “hospitalidad” o su propia familia.

Rate article
MagistrUm
No quiero, pero recojo mis cosas y voy con mi hijo a casa de mi madre