Sorpresa matutina de la suegra

¡Buenos días, nuera! me dijo mi suegro, Antonio López, con una sonrisa enorme mientras abría la puerta. Detrás de él entró mi suegra, Carmen Ruiz, con una expresión tan inocente como si no hubiera hecho nada. Me sonrió y miró significativamente hacia la cocina, donde, al parecer, había dejado su “sorpresa”. Yo, sin sospechar lo que me esperaba, asentí, pero cinco minutos después casi me echo a llorar. Esta mujer sabe cómo sorprender, aunque no siempre como a mí me gustaría. Ahora mismo estoy aquí, preguntándome si reírme o echarme las manos a la cabeza, porque estas sorpresas de Carmen ya son toda una tradición.

Llevamos seis meses viviendo con mis suegros en su casa. Cuando nos casamos, insistieron en que nos mudáramos con ellos: “La casa es grande, hay espacio para todos, y la familia debe estar unida”. Acepté, aunque en el fondo soñaba con tener nuestro propio piso. Antonio es un hombre amable, sencillo: o está en el garaje arreglando algo o viendo el fútbol, sin meterse en mis asuntos. Pero Carmen… es otra historia. No es mala, no, pero tiene el don de meterse donde no la llaman y llamarlo “cariño”. Y sus “sorpresas” siempre vienen con truco.

Esa mañana me levanté temprano, como siempre, para preparar el desayuno. Mi marido, Javier, ya se había ido al trabajo, y yo pensaba hacerme unos huevos revueltos, un café y empezar el día tranquila. Pero al entrar en la cocina, me quedé helada. Sobre la mesa había una olla enorme con tapa y al lado una nota: “Lucía, esto es para tu comida de hoy, ¡que lo disfrutes!”. Levanté la tapa y casi me desmayo: era una fabada, pero no una cualquiera, sino una versión experimental… con un montón de berza, un olor raro y, al parecer, un kilo de laurel. Me encanta la fabada, pero esta parecía el resultado de mezclar todo lo que Carmen encontró en la despensa.

Me giré y ahí estaba mi suegra, entrando en la cocina con una sonrisa. “¿Qué te parece, Lucía? ¿Te gusta mi sorpresa?”, me preguntó con un aire de orgullo, como si fuera un plato de un restaurante con estrella Michelín. Forcé una sonrisa y mascullé: “Gracias, Carmen, está… interesante”. Ella siguió: “Me pasé media noche cocinando para que tú y Javier no paséis hambre. Tú siempre con tus dietas, pero un hombre necesita comida de verdad”. ¿Comida de verdad? A Javier le encantan mis tortillas, ¡y nunca se ha quejado! Pero discutir con Carmen es como intentar parar un AVE en marcha.

Intenté dejar claro que podíamos apañárnoslas solos. “Carmen, muchas gracias, pero Javier y yo solemos comer algo más ligero. No hace falta que te molestes tanto”. Y ella, sin inmutarse: “Ay, Lucía, no me des las gracias, ¡lo hago con gusto! Tú eres joven, ya aprenderás a llevar una casa”. ¿Aprender? ¡Llevo cocinando desde los quince y mis ensaladas desaparecen en todas las reuniones familiares antes que sus “famosas” croquetas! Pero Carmen parece pensar que sin su fabada, nos vamos a morir de inanición.

Esto no es el primer “regalo” suyo. La semana pasada apareció con tres botes de berenjenas en vinagre y los metió en nuestra nevera, desplazando mis yogures. “Lucía, esto es para el invierno”, anunció. ¿Para el invierno? Si vivimos en la misma casa, ¿para qué necesito tres botes? Y el mes pasado decidió “ayudar” con la limpieza y reorganizó todo mi armario porque “así queda mejor”. Pasé dos horas buscando mi jersey favorito. Javier solo se ríe: “No vas a cambiar a mi madre, aguanta”. ¿Aguantar? Fácil lo dice él, que está en la oficina mientras yo intento sobrevivir a sus ocurrencias.

Lo gracioso es que Carmen realmente cree que nos está haciendo un favor. No es de esas suegras malvadas que quieren amargarte la vida; en serio piensa que su fabada nos salva del hambre y que sus consejos me convertirán en una “ama de casa de verdad”. ¡Pero yo no queso ser una ama de casa según su manual! Me gusta cocinar pasta, probar especias de otras culturas, no hacer ollas de fabada para toda la semana. Y quiero que mi cocina sea mía, no una sucursal del museo culinario de Carmen.

Intenté hablar con Javier, pero él, como siempre, se puso en neutral. “Lucía, mi madre solo quiere ayudar. Cómete un plato, dale las gracias, y se quedará tranquila”. ¿Un plato? ¡Me pasé la noche bebiendo agua porque estaba más salada que el mar Muerto! Le propuse un trato: que Carmen cocine, pero que pregunte antes si lo necesitamos. Javier prometió hablar con ella, pero dudo que sirva de algo. Mi suegra ya está planeando su próxima sorpresa para el fin de semana: algo sobre una tortilla de patata con cebolla. Ya me estoy preparando mentalmente para otra olla llena de… quien sabe qué.

A veces sueño con tener mi propio piso, donde nadie revuelva mi ensalada con sus cucharas o me llene la nevera de conservas sin avisar. Pero luego pienso: Carmen, con todos sus excesos, no es mala. Simplemente viene de otra época, donde la suegra era la chef indiscutible de la familia. ¿Quizá debería relajarme y tomarme sus sorpresas como parte del folclore familiar? Aunque ahora mismo, mientras miro esa olla, pienso: si vuelve a llamar “comida de mentira” a mis revueltos de espinacas, empezaré a hacer sushi delante de ella. A ver si se atreve a meterle su laurel.

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